miércoles, 7 de marzo de 2012

día 105 aventura Beacon

Despierto temprano. Fichamos en Grand Central donde, por fin, cojo un tren para salir de la city.
El viaje, igual que el de Albany, es relajante. Esta vez el Hudson nos acompaña todo el rato. Los pueblos no están nevados sino marrones por la escasez de precipitaciones a este lado del Atlántico.
En poco más de una hora estamos en Beacon, un pueblecito a la rivera del río, una delicia parsimoniosa para los ojos. Cada vez me gusta más el lado countryside de Nueva York.
Caminamos como borregos, en fila india, siguiendo los carteles que anuncian donde está Dia. Se nota que todos somos turistas despistados, aunque la manada no es tan grande como la esperaba gracias a que es festivo, el día de mister presidents. No me veo yo celebrando que Aznar pasara por mi vida.
El espacio del museo es inmejorable, una antigua fábrica de galletas remodelada, de ladrillo visto y blanco infinito. No hay iluminación artificial, por eso sólo abre durante las horas de sol, en invierno hasta las 4, en verano hasta las 6.

Comemos en unos bancos de madera entre árboles. Durante nuestro pequeño picnic espero a que aparezca el oso Yogui pidiendo un emparedado, pero debe de estar hibernando. 

Paseamos por el pueblo. El frío y el viento invitan al encierro, pero los buzones en la acera, las banderas de barras y estrellas desplegadas  y ondulantes, los cobertizos y las mecedoras en los porches, hacen cada paso más interesante que el anterior. Todo está deshabitado, aunque con el poso de un lugar muy vivido, lástima conocerlo en festivo. Tendré que volver para caminar entre la ebullición de lugareños en una soleada tarde primaveral.  

Nos tropezamos con galerías de arte intercaladas con tiendas de repuestos de coche. La gente pasea tranquila con sus perros. Nos metemos en un bar a tomarnos un café, el cuerpo necesita un descanso. El chico nos prepara los dos chais y los dos cafés con tranquilidad, mientras nos los bebemos y sin decirnos nada, va recogiendo poco a poco el local. Las sillas se van apilando y el suelo se vuelve reluciente. Se sienta al otro lado de la barra y pasa por las páginas de un periódico leído. No existe la prisa. Es fantástico.

Damos otro paseo exploratorio y volvemos a la estación, el sol cae amenazando noche. El tren tarda en llegar, también está cansado y le pesan los pasajeros de más. Nos sentamos todos separados. Aprovecho para leer unas páginas del libro de Paul Auster que me he comprado esta mañana en Grand Central.

No hay comentarios:

Publicar un comentario