sábado, 23 de junio de 2012

día 202 de nostalgias varias

Empiezo el día desayunando enfrente de casa. Dentro de poco ya no existirán los vasos gigantes de plástico. Hace 201 días el café me sabía agua coloreada, ahora hasta lo voy a echar de menos. Lo que tiene acostumbrarse a las cosas.

Me voy a Central Park. El primer fin de semana paseé por aquí con Carol, hoy paseo sola y acordándome de ella. No está Caponata y, aunque lo intento, no puedo comprar la comida en el mismo sitio que aquel día porque hoy está cerrado. Pero me siento en la hierba. Después me tumbo. Me acompaña Paul Auster. Con él revivo el Nueva York que se me escapa. 

Quedo con Aline en el Museo de Historia Natural. Nos tomamos un té verde frío en una terraza. Sé que estos van a ser los momentos que más eche de menos. Carol y Aline son mis dos grandes descubrimientos de Nueva York. Lo mejor es que pueden seguir siéndolo en mil millones de lugares que aún me quedan por compartir. 

Vulevo a Brooklyn. Las maletas me siguen mirando a la espera de que empiece a organizarlas. Me escapo al baño y me regalo media hora de reflexión mientras me hipnotizo con los vapores de amoniaco del tinte.

Ceno con Trina en el coreano de enfrente de casa. Es una chica muy maja, lástima que nos hayamos cruzado en mis últimos días. 

Me siento nostálgica. Cambiar tantas veces de decorado en mi vida me ha regalado amigos en muchos sitios. Es algo que me gusta, me siento afortunada sabiendo que tengo gente en muchos lugares, pero esté donde esté, siempre acabo echando de menos a alguien.

Cada vez cuesta más dormir.

día 201 de paseo por el Bronx

Quedo con Michela y Mattia para comer en el barrio italiano del Bronx. Llego con mil millones de años de retraso porque hoy el metro funciona a su aire, como suele pasar los fines de semana.

El barrio está más vivo de lo que esperaba. Voy en busca de la cafetería en la que me están esperando. El calor hace que la linea del horizonte se ondule como una patata frita de bolsa. Por un instante pienso que sería el momento ideal para que me robaran el DNI, la única documentación que aún me recuerda que me llamo Raquel, y quedarme aquí atrapada, en esta ciudad que siento mía. Pero nadie me para. Nadie me tira del bolso. Qué remedio, tendré que marcharme.

Llego a la cafetería y caminamos distraídos hasta el mercado. Pocos puestos, pero muy bien puestos. Comemos dentro. Tabla de embutidos, berenjenas en forma de lasaña, croqueta gigante de arroz. Me gusta el sitio, la comida y la compañía. Acabamos con unos cafés y unos dulces en una terraza a un par de manzanas.

Amenaza lluvia. De vuelta al metro las barbacoas están desplegadas en todas las aceras. Música, fiesta y familias. Me acuerdo de que yo también tengo una, tengo ganas de verla. 

día 200 de bicentenario

Esta es la cara con la que me despierto después de doscientos días pisando una ciudad que ya tiene fecha de caducidad en mi vida inmediata. Me voy haciendo pequeñita. Pronto me disolveré en el espacio hasta desaparecer en mi recuerdo. Las sensaciones se mezclan hambrientas, fugaces y furtivas.

Me voy a Manhattan, Scoopic en mano, con la intención de venderla en Adorama. El señor de los tirabuzones y yo no nos ponemos de acuerdo en la transacción. Así que sigo mi paseo por la isla cargando con los veintitantos kilos de la maleta de cámara, algo que, con el calor que hace, es como pasear un elefante al hombro. 

Decido ir a comer al vietnamita para despedirme de él. Cuando llego a la puerta está cerrado. Definitivamente no es mi día. Sigo calle abajo y recuerdo el día de la proyección de los cortos del primer curso comiendo en el restaurante del Hummus. 

Vuelo a casa para dejar, bien atado, al elefante y vuelvo al metro. Quedo con Aline en Madison Park, pero mi distracción mental me lleva a esperarla a Madison Square Garden, unas tantas calles más al norte de donde debería estar. Cuando me doy cuenta bajo caminando hasta encontrarme con el Flat Iron. Sentadas en una mesa al aire libre bebemos unas cervezas, animadas, al calor veraniego que nos regala la ciudad. Frente a nosotras una interminable riada de gente que fluye a la espera de conseguir una de las hamburguesas del take away situado en el centro del parque. Francesco se une al extraperlo.

Bajamos a Union Square para encontrarnos con Michela, Mattia y un amigo de Francesco que en dos días también regresa a Europa. La vida sigue, trayendo y llevando gente.

Vamos a comernos un sandwich de pastrami al Katz's, un curioso local empapelado por las fotos de las celebrities que han masticado allí y famoso por el orgasmo que fingió Sally cuando se encontró a Harry. El menú no es variado pero el bocata está muy bueno. A tener en cuenta que lleva tanto relleno que de uno comen dos. Risas, fiambre, patatas, cervezas, castellano, inglés e italiano.

martes, 19 de junio de 2012

día 199 Fred a ti también te voy a echar de menos

Sigue lloviendo. Quería andar, pero hoy es más bien chapotear y si me pongo las botas lo mismo pierdo los pies. Decido quedarme en casa. Organizar pensamientos mientras comparto el día con Fred. Creo que ella también sabe que me marcho porque no se despega de mi lado. Tengo ganas de ver a Berger, mi gato que está de acogida familiar, pero voy a echar de menos a Fred, que ya me he acostumbrado a dormir con ella y sus manías todas las noches. Sería divertido tenerlos a los dos y empezar a fundar mi futuro como loca de los gatos de los Simpson, los pelos desordenados ya los tengo, aunque primero necesitaré tener casa.

No quiero decir adiós y, aunque lo diga con la boca chiquitita, no quiero volver a Madrid. ¿Por qué siempre tengo que acabar haciendo cosas que no quiero hacer?

día 198 descubriendo Israel en Brooklyn

Llueve. El día está gris y tonto, como mi cabeza. Quiero pensar que la ciudad está triste porque me marcho. Me cuesta arrancar. Tendría que empezar a organizar cosas pero me he declarado en huelga. 

Para de llover y el sol se asoma a saludar. Aprovecho para salir a la calle. Tengo ganas de andar. Decido hacer el explorador por el barrio. Camuflada me voy de safari. Miro hacia arriba, ya se me había olvidado qué se sentía levantando la cabeza. Descubro muchos palomares agazapados en azoteas. Me acuerdo de la mafia italiana. Sueño con haber conocido el Nueva York de los setenta, infiltrarme en una banda y apostar fajos de billetes en carreras de caballos dentro de minúsculos locales clandestinos vestida de negro impoluto.

Un par de manzanas y he cambiado de país. Estoy en Israel. Creo que soy la única mujer blanca que se pasea en este instante por estas calles sin llevar peluca. Se multiplican los tirabuzones, los minigorros que aun no entiendo cómo se sujetan, las camisetas de rayas, los pantalones largos, las faldas por debajo de la rodilla, las levitas, los medios tacones, los carteles en hebreo, los niños distraídos que juegan al aire libre ajenos a la vida que les espera. Todos caminan. Solos, acompañados, en parejas, en familia. Muchos hablan a la vez por el móvil. Algún restaurante. Pocas tiendas. Almacenes. Camiones que descargan. Gente en los balcones.  

Un rato más y estoy atravesando Jamaica. Explosión de colores fluorescentes. Culos apretados en mallas. Hombres sentados en sillas en la acera observando el circo pasar. Alguien canta. 
Se empiezan a mezclar con latinos. Mesas de dominó. Transistores sintonizados en emisoras deportivas. Barberías animadas. Perros con cara de enfado.

Me bebo un zumo de naranja. Cambio de dirección y llego a Fort Green. Camino por el parque. El viento sopla fresco y me alborota los rizos. Unos niños juegan a la pelota. Una chica corre con los cascos puestos. Me siento despierta. 

En el camino de vuelta a casa me alegro de vivir mis últimos días en Brooklyn. Sé que la próxima vez que vuelva a empezar otra aventura en está ciudad será aquí. Mi sonrisa se dibuja más grande. Como decía nuestro Elvis: Me voy, pero te juro que mañana volveré.

lunes, 18 de junio de 2012

día 197 entre gatas y birras

Mañana perruna. Bueno, más bien, gatuna. Enchufada al Skype familiar. Fred ronronea. En la calle llueve a ratos. Entra aire por la ventana. Ninguna de las dos salimos de la cama. Subidas en nuestro barco particular made in Ikea, como cada mueble de cada casa del mundo. Ella estira las patas, yo bostezo, ella maulla. Las horas pasan. 

Me escapo a Manhattan. Antes de llegar al metro me cruzo con un chico que chapotea descalzo entre los charcos. Pienso en sus zapatos secos y sonrientes en la estantería de la entrada de su casa.

Paseo por Times Square antes de ir a buscar a Aline a la biblioteca. Subimos hasta la 110 para tomar unas cervezas en un bar que, sin que venga a cuento, tiene una esquina dedicada al merchandising del Barça. Necesitaba unas cervezas y unas risas antiestresantes.

Se unen Francesco y Dario. Íbamos a comer pescado de la tienda que está en la 125, junto a la salida del metro de la linea azul, pero a estas alturas de noche ya está cerrado. Cambiamos de plan y acabamos en una cervecería con carta a lo Oktoberfest. Perfecto para desconectar y reducir la cantidad de neuronas racionales.

domingo, 17 de junio de 2012

día 196 de consulados varios

Llueve y cuando aquí llueve sueñas con tener tu propia canoa para moverte. Los paraguas no son prácticos por el viento y los chubasqueros tampoco por el constante cambio de dirección de las gotas.

Cuando el tema se relaja corro hasta el metro para descubrir, como siempre, que dentro también llueve. Voy cargada de esperanzas, no sé porque. Albergo la absurda idea de que hablar un mismo idioma y compartir una falsa nacionalidad me puede ayudar.

El Consulado se encuentra en el piso treinta del número 150 de la 58 este. Al salir del ascensor te encuentras con un guardia de seguridad que tiene la misma voz que Javier Bardem. Si fuera ciega le habría pedido un autógrafo. Superado el detector de metales estoy dentro. Antes de que me den número, como en la carnicería, me toca explicar dos veces por qué estoy ahí. 

Mientras espero a que me llamen miro por las ventanas. Es una pena que no se puedan sacar fotos, lo mejor de este minúsculo sitio son sus vistas. Desde la planta treinta a estas alturas de Manhattan puedes ver muchas cosas. 

Cuando por fin me llaman a la ventanilla me recuerdan que no estoy aquí en calidad de voyeur. No son demasiado amables, por decir algo simpático con respecto al trato que me dan. Contestan poco y mal a tus dudas. 

Salgo por la puerta despistada. No me pueden hacer pasaporte nuevo porque tardan unos dos meses en tenerlo. Para que me den el salvoconducto tengo que tener un billete de avión impreso. He resuelto poco, por no decir nada. Pagaré cambiar la fecha del vuelo confiando en que me darán los papeles. Creo que mantendré los dedos cruzados porque no me siento capaz de fiarme demasiado de esta gente.

Ayer por la noche le mandé un mensaje a Mike contándole mi nueva situación y mi idea de adelantar el viaje. No le doy un mes de adelanto, sino diez días, así que le pregunté si me podía devolver parte de la fianza. Después de que me robaran y no poder tener acceso al dinero que tengo en mi cuenta española la cosa se me ha complicado un poco.

Al volver a casa encuentro dentro de mi habitación una caja de cartón con un nota pegada de Mike. Dentro unas galletas caseras y un sobre, con el dinero del alquiler de junio. Cómo me gusta que la gente y el mundo me sorprenda. No puedo evitar llorar. La tensión pesa y que alguien demuestre que la gente merece la pena, me hace recordar que, hasta hace unos meses, siempre confié en la raza humana.

día 195 de vuelta a Brooklyn

Me cuesta dormir aunque el tren es mucho más cómodo de lo que esperábamos. Entre asiento y asiento hay mucho espacio, el respaldo se reclina y hay reposa pies. Con todo desplegado tienes algo parecido a una cama en forma de z mal hecha. Pero me cuesta dormir. 
Me he quedado en el asiento de dentro, lo que quiere decir que unas sesenta veces, durante la noche, tengo que saltar por encima de Dario. La primera vez para ir al baño, la segunda para dar un paseo, la tercera para beber agua, la cuarta para tirarme de los pelos, la quinta me parece que tiene cara de frío así que le tapo con la manta que arrastro conmigo desde el avión que me trajo a este lado del charco, la sexta porque me aburro, la septima...

Cuando empieza a amanecer el día me saluda relajado. Vuelvo a saltar y me voy a tomar un café.

Casi todo el tren duerme. Al otro lado del cristal el mundo se sigue moviendo indiferente a que mi cabeza esté desordenada. Era de esperar. Sigo pensando en esa varita mágica, que de niña me prometieron pero que nunca encontré, para poder pararlo todo. 
Tres pueblos más adelante la sección italosuiza va abriendo los ojos.

Aún quedan unas horas de tren pero el viaje ya está acabado. Por la ventanilla cada vez más ciudades y menos sueños. El tren recobra su vida. 

En el anden de Washington conocemos a dos intrépidas mujeres que pasan los setenta y que vienen en tren desde Arizona. Gracias a ellas redescubro que la vida es larga y las cosas pueden seguir siendo posibles. 

Cuando salgo al mundo exterior en Penn Station me saluda una ola de calor húmedo dominguero. Ya estoy de nuevo en Nueva York.

Tomamos una cerveza con Michela antes de disipar los caminos. En este instante hacer un resumen del viaje es difícil, así que nos reímos un rato revolviendo en la memoria. Después de estos intensos diez días sé que esta noche será raro no poder pensar en decirles buenas noches. 

Cuando meto la llave en Classon Ave Fred me está esperando al otro lado de la puerta para recibirme. Dejo la mochila en el suelo y le rasco la barriga ahora que las dos nos hemos vuelto a tumbar en mi cama. 

Entre cansada y triste, deshago la mochila y pongo una lavadora. La aventura se acerca a su fin.


día 194 en el tren Crescent

El tren se escapa de la estación temprano. Su tamaño es minúsculo si lo comparas con el metro de Nueva York. Cuatro vagones de asientos, una cafetería con mesas y bancos, un  restaurante y algún vagón más con camas por los que no podemos pasear. El ambiente es relajado aunque practicamente todo el aforo esté cubierto. 

Después de Nueva Orleans una inmensidad de agua surcada por las vías del tren. A ambos lados familias, parejas, solitarios, amigos y desparejados pescan en pequeños botes. Estáticos, caña en mano, nos dicen adiós desde su silencio. 

Francesco se duerme. Aline trabaja en su iPad. Dario escucha música. Yo cojo el ordenador y me voy a la cafetería con la intención de escribir. 

Un grupo de mujeres juega a las cartas. Una madre y su hijo se miran pero no hablan. Un hombre mayor bebe un café. Dos amigos discuten en un idioma que no localizo. Conozco a John, un canadiense nacionalizado en Atlanta que no se atreve a mirar a los ojos. Es escritor, me cuenta y corre todos los días. Se me pasa el rato volando descubriendo como ve él el país. Divago y me da pena ser consciente de perderme el tren en solitario. Los más de diez mil kilómetros que me esperaban me van a tener que seguir esperando.
Me vuelvo a mi sitio. Al final no he adelantado nada. Aline y Francesco duermen. Dario está distraido con la ventanilla.

El paisaje se mueve y se torna verde, a veces amarillo. Bosque espeso, pequeñas casas de madera. Creo que necesito una temporada de silencio, puede que el campo sea la mejor opción. Pienso en la vuelta y cuando empiezo a notar que la depresión preparto amenaza en mi conciencia me rescata la llamada de la hora de la comida. Sandwiches de jamón y queso y charla sobre guiones sentados en una mesa. 
El tiempo cambia en lo que dura un minuto, caprichoso, con tanta velocidad que a estas alturas de mi vida ya no sé ni medirlo. 
 
Cada vez que el tren para y permiten bajar no desaprovecho la oportunidad de estirar las piernas. Caminando por el andén todos estamos perdidos y acartonados. Cada uno lleva su mundo colgando de los hombros. Me da la sensación de que a todos nos pesa de más.

Dario dibuja en su iPod, me entretengo mirando. La niña pequeña que llevo dentro no puede evitar querer probar, he pintado muchas veces con los dedos pero nunca sin mancharme de pintura. El paraíso naif de la minipantalla es divertido. 

Vamos al vagón restaurante a cenar. Aquí las mesas tienen manteles y jarrones con flores. El pan va acompañado de cuadrados de mantequilla forrados con el dibujo de una india que me recuerda a Tigrilla. Me voy de excursión mental, sueño con ser Peter Pan, volar, reír y luchar contra piratas sobre los mástiles de un barco anclado. No crecer, no afrontar responsabilidades, sólo caminar y soñar. ¿Por qué no podré tener esa vida? ¿Dónde está mi nunca jamás?

Los camareros son amables. Una mujer de moño blanco come sola pero  acompañada de toda su elegancia. Si no fuera porque su plato es el mismo que el nuestro juraría que ella viaja en el Orient Express de hace unas décadas. Refleja tanta paz que me gustaría ser ella, al menos por un viaje, disfrutar de lo que su cabeza habrá aprendido surcando desiertos cargada con baúles.

De nuevo en nuestro asiento. El tren se va apagando. Jugamos a las cuatro en raya. Sólo consigo ganar una vez. Intentamos hacer el crucigrama de la revista del tren, pero no entender la mitad de las definiciones hace difícil poder averiguar las respuestas. Nos rendimos. Es tarde, más aún si contamos que estamos en pie desde las 6 de la mañana.

Fuera hace rato que es de noche. Dentro ya no quedan casi luces. Buenas noches Amtrak. 

lunes, 11 de junio de 2012

día 193 cerrando la mochila

Mañana difícil. Decisión tomada. Me vuelvo a Nueva York para conseguir la documentación pertinente y salir del país. La decisión implica mil millones de cosas que se chocan dentro de mi cabeza. Controlar los nervios que perturban mis neuronas no es fácil.  Me siento derrotada. Se acerca el momento de luchar contra el dragón y no sé si me voy a atrever a mirarlo a la cara. El fuego que escupe me quema desde hace meses.

Aline me acompaña a la estación para comprar otro billete de tren. Por el camino me ayuda a respirar y a sonreír. Poder contar con gente como ella es el mejor regalo que puedo tener. Creo que no he conocido Nueva Orleans en mi mejor momento. Me va a costar recordar esta ciudad con cariño.

Nos juntamos con Francesco y Dario en el French Market y comemos cangrejos de río, extraespeciados, mientras oímos a una banda tocar. 

Paseamos hasta el parque de Louis Armstrong, pero el ambiente es demasiado raro como para que invite a entrar.

Volvemos al silencio del hotel a pasar las horas de más calor. El cansancio está presente en las caras de todos. Hoy cae el telón. Para mí la aventura acaba antes de tiempo. Adiós al viaje en tren por las fronteras de Estados Unidos. Espero que la vida sea larga y le dé por repetir. 

Cuando el sol deja de quemar salimos a la calle. Intentamos ver la catedral pero está cerrada por una boda. Paseamos, sabiendo que es la última vez, hasta una hamburguesería que le han recomendado a Dario. Cenamos a gusto y tranquilos. Después a la habitación, mañana hay que madrugar. 

Hay disputa en el ambiente. Me gustaría poder olvidar mis problemas y entretener mi cabeza con los de otros, pero mi italiano es exageradamente limitado. 

Mañana comienza el principio del regreso del héroe, aún no sé si llevo conmigo ninguna recompensa, pero sí sé que vuelvo siendo otra. Queda por descubrir si eso es mejor o peor.

día 192 entre Cuba y España

Vamos a la estación de tren. Los billetes de vuelta a Nueva York que ellos tenían desaparecieron en el parking de Graceland. El calor aplasta. El sol quema. Intentamos aprovechar el camino para ver cosas. Estoy despistada. Mi cabeza está en España, mi abuelo está regular y no se quiere poner al teléfono.

Les dan unos billetes nuevos. Yo mando la denuncia de la policía de Memphis a Madrid. La humedad hace que respirar sea incómodo. Cogemos un tranvía hasta el Garden District. Comemos en una terraza a la sombra y los fantasmas, disimulados, se escapan un rato.

El paseo entre las casas señoriales con jardín me recuerda a las afueras de La Habana. Me gustaba más la realidad que se palpaba allí. A ratos tengo la sensación de que así será como se reconstruya la isla cuando el capitalismo también se apodere de ella. Verjas, cámaras de seguridad, carteles de vigilancia permanente. Pánico y exaltación de la propiedad privada en un mundo en el que entre el primer y el último escalón no hay nada.

Entramos en un cementerio pequeño. Aquí está prohibido cavar para enterrar, así que todo son mausoleos elevados. Buscamos, como cazadores furtivos, sombras improvisadas. Collares de colores colgando de los árboles, gnomos en algún jardín, luz a raudales, calles anchas y árboles espesos, el general Lee y su bigote presidiendo en las alturas, tranvías cargados de cámaras de fotos.

Mi cabeza discute con mi responsabilidad. Estoy aquí pero sé que estoy en otra parte. Camino sin mirar con los ojos. No sé qué hacer. No estoy muy comunicativa por fuera, estoy ocupada por dentro. Mi anterior vida es una bola que crece y que amenaza con regresar. Ya no sé cómo gira, ni hacia dónde, no sé si me va a arrastrar o a aplastar.

Llegamos al Mississippi, con su pretensión de azul siempre presente. Barcos blancos atracados a su orilla.
Música y espectáculo. Pienso en aquellos viajeros del antiguo mundo que vinieron a llenar de oscuridad a los criollos. Nos topamos con la Plaza de España. Las señales aumentan en dimensión. Creo que el capítulo viaje suena a final. Busco entre los escudos Madrid y respiro junto a él. Siento un escalofrío extraño. Nos sentamos sobre la circular fuente y metemos los pies en el agua rodeados de escudos. Barcelona, Alicante... todo tan familiar y tan distante. Me invade el silencio y giro como una veleta. Me da miedo volver, ya no conozco la vida que me pertenecía.

De camino al hotel paramos a tomar algo en una terraza. Intento sonreír, pero una sensación extraña me rompe por dentro. 

Cenamos en otra terraza, frente a un edificio que anuncia Gotham en una de sus paredes. Comemos cocodrilo. Sabe a pollo seco. Vemos una manada de ciclistas nudistas en medio del calor de la noche mientras el camarero estira toda su pomposidad narrándonos los suculentos manjares que albergan cada uno de los platos del menú.

Clausuramos la noche con un poco de Jazz de Nueva Orleans que anima los huesos.

jueves, 7 de junio de 2012

día 191 de Mississippi a Louisiana

Despertarse en este remanso atemporal me anima a decidir que, aunque ilegal, quiero continuar con mi viaje. Es temprano, me paseo por el césped, que está húmedo bajo mis pies. Saco fotos. Rasco a un gato que se enreda entre mis pies. Silencio.

Dario sale de la cabaña. Aline y Francesco aparecen. Los cuatro desayunamos al sol mientras nos devoran los mosquitos frente a unas vías de tren que en algún momento, seguro, tuvieron mucha actividad. Me quedaría aquí meses a ordenar mi cabeza, pero el show debe continuar y a las cinco en punto de la tarde, esa hora tan vivida por Lorca, hay que entregar el coche. 

Nos cuesta arrancar. No soy la única que no se quiere ir. Dario y Francesco tocan la guitarra en el porche. Aline les saca fotos. Yo me paseo con la cabeza lejos de mis hombros.

Último tramo de carretera. Nostalgia por la road movie que se acaba. ¿Por qué todo se tiene que acabar? Si pudiera tener un superpoder pediría ser capaz de congelar los instantes para vivir más tiempo dentro de ellos.

A los lados de la carretera el Mississippi se desborda. Pantanos interminables que se antojan plagados de cocodrilos y leyendas.

Entramos en Nueva Orleans directos al French Quartet. Descargamos las maletas a la velocidad del rayo y contando los segundos vuelan a devolver el coche.

Reunificados, salimos a pasear. El alcohol corre por las calles y tengo la sensación de pasear por un puerto de mar cualquiera plagado de guiris inconscientes haciendo uso de su hígado aferrados al anonimato que poseen en un lugar que nunca les recordará.

Cenamos pescado, de nuevo, frito y refrito. Parece que en el sur sólo saben cocinar a golpe de freidora. Algo de cerveza. Música en las calles. Calor. Cansancio. Estrés. 

día 190 maldiciendo a Elvis

Nos levantamos temprano. El albergue en el que hemos dormido, que está en la planta de arriba de una iglesia, es muy barato a cambio de que contribuyas con la limpieza. Durante la noche dejan a la entrada una tarjetita con tu nombre y tu tarea. Pensábamos que podía ser más duro, pero nos ha tocado barrer el baño y las escaleras. En un lugar en el que tardo más en encontrar el baño que en barrerlo, escoba en mano, me siento como en casa por un instante.

Al coche. Un par de vueltas y estamos en Graceland. Aparcamos en el parking del recinto que cuesta 10 dólares. Pagamos la entrada y entramos en Disneyworld. Millones de jubilados. Hacemos cola para subirnos a un minibus que nos cruza al otro lado de la calle. En el tiempo que esperamos habríamos podido ir y volver por lo menos cuarenta veces.

Armados con cascos hacemos una visita guiada individual por la casa. El espacio es más pequeño de lo que esperaba, pero sigue siendo tan ostentoso como lo imaginaba. Terciopelos, colores amontonados, muñequitos de peluche, alfombras eternas, lámparas colgantes, mucha luz, mucho verde al otro lado de los cristales. Paseo por los trajes, los discos de oro, los carteles de los conciertos, los coches, los jets. Paseo por la tumba.

Demasiada ingesta de golpe del desequilibrado mito americano. Volvemos al parking, entramos en el coche y faltan dos bolsas. El pánico cunde en todos los sentidos. Buscamos a los vigilantes de seguridad de Graceland. Viene la policía. No entiendo que hayan reventado la cerradura justo en un parking que nos ha costado 10 dólares. Adiós a mi mochila, con las cámaras de fotos, los carretes, la sudadera, mi cuaderno del viaje, el aparato de los dientes, los cargadores, las tarjetas de crédito y el pasaporte. Ahora soy ilegal, sin documentación, sin visa y sin dinero. Gracias Elvis, todo un detalle. La otra bolsa es de Dario. Él también se ha quedado sin pasaporte, sin teléfono, sin libros y sin gafas. Nos han hecho una putada y con más de la mitad de las cosas no pueden hacer nada. 
El policía que viene está acompañado por tres metralletas en el asiento del copiloto. Hace el informe escribiendo los datos en el móvil. Pone pegatinas en un coche de alquiler, que habrá tocado mil millones de manos, para llevarse las huellas dactilares. Yo soy la víctima 1, Dario es la víctima 2. Nos pregunta hasta lo que pesamos y medimos y digo yo, que si lo que quiero es recuperar mi documentación, esos datos tendría que pensarlos de los sospechosos y no de nosotros. 
Estoy nerviosa. Por un momento pienso que esto es otro regalito que me deja mi ex, fanático de Elvis hasta límites enfermizos, aunque sé que su cerebro de mosquito no da para llegar tan lejos. No deja de tener su ironía el asunto. 
Llamo a España para que me anulen las tarjetas. En el rato que tardo lavan el coche y le echan gasolina. ¿Para eso me han robado?

Cambiamos el coche. No podemos seguir el viaje en este Ford. En Budget no preguntan mucho, debe ser más habitual de lo que creíamos por estos lares. 

Visita a la comisaria a por nuestros informes. No podemos entrar porque Dario lleva un cable y no se puede pasar dentro con un cable. ¿Tenemos cara de McGyver? Al final conseguimos recoger los papeles, pasar por una tienda de teléfonos y comer. La alegría de estos días se ha roto un poco. 

Mierda de Elvis, de Graceland y de Memphis decimos desde dentro de la ventanilla del nuevo coche blanco mientras vemos la ciudad hacerse diminuta y desaparecer.
 
La cabeza da millones de vueltas por la carretera, los pensamientos se disparan a mil por hora y la inseguridad que hacía días que había dejado, me vuelve a acompañar un rato. 

Decidimos parar en Clarksdale y el final del día nos devuelve la sonrisa anhelada. Cogemos dos cabañas en un pueblo diminuto al más puro estilo Mississippi, ahora sí, en el estado que lleva su nombre. Antes de hacer nada nos bebemos unas cervezas fresquitas sentados en una mesa de madera. Al lado, una familia se congrega frente al crepitar del fuego de la barbacoa. El sol se esconde perezoso. Vuelvo a respirar. 

La cabaña me transporta a una película del oeste. Me falta una redecilla para salir a buscar oro al río. La paz me devuelve la sonrisa. 

Bajamos al pueblo a cenar y una pizza después estamos en el local de un antiguo trotamundos. Francesco coge las baquetas y se apunta a la jam session. Definitivamente los pueblos son mejores que las ciudades, la gente es más habladora y el cuerpo reencuentra su serenidad.     

martes, 5 de junio de 2012

día 189 de Nashville a Memphis

Aline se ha despertado un poco constipada. Hacemos una excursión a la farmacia y cuando estamos en el centro de la ciudad se da cuenta de que se ha dejado las sandalias. No sabe por qué, pero cuando volvemos al parking, frente a la farmacia, ahí están, sin que haya pasado por ellas el tiempo, esperando a recuperar sus pies. Todos calzados vemos la ciudad sin el reflejo del neón, aunque con las tiendas abiertas el punto kitsch sigue a la orden del día. 

Arrancamos dentro del mundo de las botas. Millones de cueros de todos los colores con dibujos y combinaciones a cada cual más imposible. En mi cabeza parecían cómodas, en mi mano son más rígidas que piedras. Me pregunto por qué someterán a semejante tortura sus miembros inferiores bajo el calor del verano.
Entramos a Hatch Show Print, la imprenta más antigua en activo de este país. Máquinas manuales, nada de tecnología punta de Offset alemana, aunque el personal parece hasta molesto de que curioseemos, son ellos los que te hacen un favor vendiéndote algo y no tu gastando. Pese a eso compramos unas postales de recuerdo serigrafiadas a dos tintas. 

La ciudad es más tranquila de día, aunque la música la sigue acompañando. Los estudios B de la RCA, una tienda de discos, una de souvenirs imposibles con guitarras acústicas de plástico para matar mosquitos, gente ruda y seca, muñecos de Elvis a tamaño natural que no se parecen a él ni en el tupe. El mundo red neck y la américa profunda son reales y no producto de la imaginación del cine.

Cuatro horas de carretera y ya estamos en Memphis. La humedad aumenta mientras bajamos en el mapa. La población deja de ser íntegramente blanca. Otra calle principal de neón, esta vez más pensada de cara al turismo que al mundo local. La gente empieza a beber en las calles. Nos cruzamos con los primeros muñecos de vudú. Al principio la sensación es extraña e insegura. Pasada una cerveza la vida se relaja.

El Mississippi es más azul y tranquilo. Algún pájaro lo observa, alguna pareja camina a su orilla, hay quien se da la mano.
Recorremos el tramo visible hasta toparnos con una red verde que nos recuerda que estamos en medio de una ciudad por mucho que haya bichos piando.
Sin proponérnoslo acabamos en Gus, el famoso paraíso del pollo frito. Nos pegamos un atracón del crujiente y aceitoso manjar de este lado del río, acompañado de tomates verdes fritos y acabamos comprando hasta camisetas.

día 188 de North Carolina a Tennessee

Tras los cristales del albergue llueve. Tras los cristales del coche llueve. En la carretera llueve. Aporta melancolía, pero limpia, borra y ayuda a olvidar. 

Salimos de Ashville para adentrarnos en las Smokey Mountains, uno de los últimos paraísos en los que los indios se siguen sometiendo a la humillación de ponerse las plumas para bailar frente a turistas hambrientos de falsedad que les dan propinas que ellos invierten en emborracharse para olvidar lo que hacen cada día. Aún así las montañas merecen la pena. Hacemos un, corto, alto en el camino para salir bajo la lluvia a sacar alguna foto. La niebla es tan espesa que intento encontrar dónde está situada la pipa de la paz. No tengo éxito en mi búsqueda. Dario pasea por la carretera. Aline y Francesco se aventuran a la espesura del verde.

Aun sin conseguir entender este peculiar mundo entramos en otro que puede que hasta nos desconcierte más, Gatlinburg, también conocido como Dollywood. Algo a medio camino entre parque de atracciones, Las Vegas, chuzolandia y Disneyworld. Amontonado a los lados de la carretera, con olor a laca y una casa construida al revés. 

Antes de que nos demos cuenta ya estamos entrando en Nashville. De lejos la cabeza de Batman de esta peculiar Gotham nos saluda.  

Vamos directos al albergue, dos casas bajas separadas por un jardín con una barbacoa y un camino de baldosas blancas. El ambiente de comuna es muy noventas. Probablemente en alguna esquina quede algún Kurt agazapado escondiéndose de la modernidad. Si los sofás al aire libre no estuvieran mojados invitarían a sentarse a charlar. 

Cenamos y salimos en busca del único open mic que aun coge gente. Al encontrarnos con un bar dentro de un hotel plagado de sombreros de cowboy y botas de cuero altas entendemos que este no es el lugar para la banda italosuiza ni para su bombo.

Bajamos al centro de la ciudad. El meollo lo forman dos calles iluminadas con tanto neón que ahora entiendo por qué a la ciudad la llaman Nashvegas. La música en directo de todos los bares compite en las aceras. Caminar es como cambiar de emisora, cada metro y medio una banda, todas más o menos jugando en la misma línea. 

Vemos el Mississippi por primera vez en este viaje. Es ancho, espeso y oscuro. En mi cabeza acarrea siglos de esclavitud por desembocar en el mar. 

Entramos al HardRock. Como siempre guitarras y trajes cuelgan de las paredes con su peculiar olor a hamburguesa. Me pregunto qué hacen las cosas de Hole tan lejos de su casa. 

Seguimos el paseo y acabamos entrando a un bar donde una banda de rockabilly hace malabarismos sobre el contrabajo. Las ciudades grandes camino al sur empiezan a resultar extrañas. Los carteles de prohibido entrar con armas se multiplican. La gente ya no camina. Y los sueños rotos se palpan entre los que vagabundean instrumento al hombro.