domingo, 17 de junio de 2012

día 195 de vuelta a Brooklyn

Me cuesta dormir aunque el tren es mucho más cómodo de lo que esperábamos. Entre asiento y asiento hay mucho espacio, el respaldo se reclina y hay reposa pies. Con todo desplegado tienes algo parecido a una cama en forma de z mal hecha. Pero me cuesta dormir. 
Me he quedado en el asiento de dentro, lo que quiere decir que unas sesenta veces, durante la noche, tengo que saltar por encima de Dario. La primera vez para ir al baño, la segunda para dar un paseo, la tercera para beber agua, la cuarta para tirarme de los pelos, la quinta me parece que tiene cara de frío así que le tapo con la manta que arrastro conmigo desde el avión que me trajo a este lado del charco, la sexta porque me aburro, la septima...

Cuando empieza a amanecer el día me saluda relajado. Vuelvo a saltar y me voy a tomar un café.

Casi todo el tren duerme. Al otro lado del cristal el mundo se sigue moviendo indiferente a que mi cabeza esté desordenada. Era de esperar. Sigo pensando en esa varita mágica, que de niña me prometieron pero que nunca encontré, para poder pararlo todo. 
Tres pueblos más adelante la sección italosuiza va abriendo los ojos.

Aún quedan unas horas de tren pero el viaje ya está acabado. Por la ventanilla cada vez más ciudades y menos sueños. El tren recobra su vida. 

En el anden de Washington conocemos a dos intrépidas mujeres que pasan los setenta y que vienen en tren desde Arizona. Gracias a ellas redescubro que la vida es larga y las cosas pueden seguir siendo posibles. 

Cuando salgo al mundo exterior en Penn Station me saluda una ola de calor húmedo dominguero. Ya estoy de nuevo en Nueva York.

Tomamos una cerveza con Michela antes de disipar los caminos. En este instante hacer un resumen del viaje es difícil, así que nos reímos un rato revolviendo en la memoria. Después de estos intensos diez días sé que esta noche será raro no poder pensar en decirles buenas noches. 

Cuando meto la llave en Classon Ave Fred me está esperando al otro lado de la puerta para recibirme. Dejo la mochila en el suelo y le rasco la barriga ahora que las dos nos hemos vuelto a tumbar en mi cama. 

Entre cansada y triste, deshago la mochila y pongo una lavadora. La aventura se acerca a su fin.


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