lunes, 11 de junio de 2012

día 192 entre Cuba y España

Vamos a la estación de tren. Los billetes de vuelta a Nueva York que ellos tenían desaparecieron en el parking de Graceland. El calor aplasta. El sol quema. Intentamos aprovechar el camino para ver cosas. Estoy despistada. Mi cabeza está en España, mi abuelo está regular y no se quiere poner al teléfono.

Les dan unos billetes nuevos. Yo mando la denuncia de la policía de Memphis a Madrid. La humedad hace que respirar sea incómodo. Cogemos un tranvía hasta el Garden District. Comemos en una terraza a la sombra y los fantasmas, disimulados, se escapan un rato.

El paseo entre las casas señoriales con jardín me recuerda a las afueras de La Habana. Me gustaba más la realidad que se palpaba allí. A ratos tengo la sensación de que así será como se reconstruya la isla cuando el capitalismo también se apodere de ella. Verjas, cámaras de seguridad, carteles de vigilancia permanente. Pánico y exaltación de la propiedad privada en un mundo en el que entre el primer y el último escalón no hay nada.

Entramos en un cementerio pequeño. Aquí está prohibido cavar para enterrar, así que todo son mausoleos elevados. Buscamos, como cazadores furtivos, sombras improvisadas. Collares de colores colgando de los árboles, gnomos en algún jardín, luz a raudales, calles anchas y árboles espesos, el general Lee y su bigote presidiendo en las alturas, tranvías cargados de cámaras de fotos.

Mi cabeza discute con mi responsabilidad. Estoy aquí pero sé que estoy en otra parte. Camino sin mirar con los ojos. No sé qué hacer. No estoy muy comunicativa por fuera, estoy ocupada por dentro. Mi anterior vida es una bola que crece y que amenaza con regresar. Ya no sé cómo gira, ni hacia dónde, no sé si me va a arrastrar o a aplastar.

Llegamos al Mississippi, con su pretensión de azul siempre presente. Barcos blancos atracados a su orilla.
Música y espectáculo. Pienso en aquellos viajeros del antiguo mundo que vinieron a llenar de oscuridad a los criollos. Nos topamos con la Plaza de España. Las señales aumentan en dimensión. Creo que el capítulo viaje suena a final. Busco entre los escudos Madrid y respiro junto a él. Siento un escalofrío extraño. Nos sentamos sobre la circular fuente y metemos los pies en el agua rodeados de escudos. Barcelona, Alicante... todo tan familiar y tan distante. Me invade el silencio y giro como una veleta. Me da miedo volver, ya no conozco la vida que me pertenecía.

De camino al hotel paramos a tomar algo en una terraza. Intento sonreír, pero una sensación extraña me rompe por dentro. 

Cenamos en otra terraza, frente a un edificio que anuncia Gotham en una de sus paredes. Comemos cocodrilo. Sabe a pollo seco. Vemos una manada de ciclistas nudistas en medio del calor de la noche mientras el camarero estira toda su pomposidad narrándonos los suculentos manjares que albergan cada uno de los platos del menú.

Clausuramos la noche con un poco de Jazz de Nueva Orleans que anima los huesos.

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