jueves, 7 de junio de 2012

día 190 maldiciendo a Elvis

Nos levantamos temprano. El albergue en el que hemos dormido, que está en la planta de arriba de una iglesia, es muy barato a cambio de que contribuyas con la limpieza. Durante la noche dejan a la entrada una tarjetita con tu nombre y tu tarea. Pensábamos que podía ser más duro, pero nos ha tocado barrer el baño y las escaleras. En un lugar en el que tardo más en encontrar el baño que en barrerlo, escoba en mano, me siento como en casa por un instante.

Al coche. Un par de vueltas y estamos en Graceland. Aparcamos en el parking del recinto que cuesta 10 dólares. Pagamos la entrada y entramos en Disneyworld. Millones de jubilados. Hacemos cola para subirnos a un minibus que nos cruza al otro lado de la calle. En el tiempo que esperamos habríamos podido ir y volver por lo menos cuarenta veces.

Armados con cascos hacemos una visita guiada individual por la casa. El espacio es más pequeño de lo que esperaba, pero sigue siendo tan ostentoso como lo imaginaba. Terciopelos, colores amontonados, muñequitos de peluche, alfombras eternas, lámparas colgantes, mucha luz, mucho verde al otro lado de los cristales. Paseo por los trajes, los discos de oro, los carteles de los conciertos, los coches, los jets. Paseo por la tumba.

Demasiada ingesta de golpe del desequilibrado mito americano. Volvemos al parking, entramos en el coche y faltan dos bolsas. El pánico cunde en todos los sentidos. Buscamos a los vigilantes de seguridad de Graceland. Viene la policía. No entiendo que hayan reventado la cerradura justo en un parking que nos ha costado 10 dólares. Adiós a mi mochila, con las cámaras de fotos, los carretes, la sudadera, mi cuaderno del viaje, el aparato de los dientes, los cargadores, las tarjetas de crédito y el pasaporte. Ahora soy ilegal, sin documentación, sin visa y sin dinero. Gracias Elvis, todo un detalle. La otra bolsa es de Dario. Él también se ha quedado sin pasaporte, sin teléfono, sin libros y sin gafas. Nos han hecho una putada y con más de la mitad de las cosas no pueden hacer nada. 
El policía que viene está acompañado por tres metralletas en el asiento del copiloto. Hace el informe escribiendo los datos en el móvil. Pone pegatinas en un coche de alquiler, que habrá tocado mil millones de manos, para llevarse las huellas dactilares. Yo soy la víctima 1, Dario es la víctima 2. Nos pregunta hasta lo que pesamos y medimos y digo yo, que si lo que quiero es recuperar mi documentación, esos datos tendría que pensarlos de los sospechosos y no de nosotros. 
Estoy nerviosa. Por un momento pienso que esto es otro regalito que me deja mi ex, fanático de Elvis hasta límites enfermizos, aunque sé que su cerebro de mosquito no da para llegar tan lejos. No deja de tener su ironía el asunto. 
Llamo a España para que me anulen las tarjetas. En el rato que tardo lavan el coche y le echan gasolina. ¿Para eso me han robado?

Cambiamos el coche. No podemos seguir el viaje en este Ford. En Budget no preguntan mucho, debe ser más habitual de lo que creíamos por estos lares. 

Visita a la comisaria a por nuestros informes. No podemos entrar porque Dario lleva un cable y no se puede pasar dentro con un cable. ¿Tenemos cara de McGyver? Al final conseguimos recoger los papeles, pasar por una tienda de teléfonos y comer. La alegría de estos días se ha roto un poco. 

Mierda de Elvis, de Graceland y de Memphis decimos desde dentro de la ventanilla del nuevo coche blanco mientras vemos la ciudad hacerse diminuta y desaparecer.
 
La cabeza da millones de vueltas por la carretera, los pensamientos se disparan a mil por hora y la inseguridad que hacía días que había dejado, me vuelve a acompañar un rato. 

Decidimos parar en Clarksdale y el final del día nos devuelve la sonrisa anhelada. Cogemos dos cabañas en un pueblo diminuto al más puro estilo Mississippi, ahora sí, en el estado que lleva su nombre. Antes de hacer nada nos bebemos unas cervezas fresquitas sentados en una mesa de madera. Al lado, una familia se congrega frente al crepitar del fuego de la barbacoa. El sol se esconde perezoso. Vuelvo a respirar. 

La cabaña me transporta a una película del oeste. Me falta una redecilla para salir a buscar oro al río. La paz me devuelve la sonrisa. 

Bajamos al pueblo a cenar y una pizza después estamos en el local de un antiguo trotamundos. Francesco coge las baquetas y se apunta a la jam session. Definitivamente los pueblos son mejores que las ciudades, la gente es más habladora y el cuerpo reencuentra su serenidad.     

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