martes, 5 de junio de 2012

día 188 de North Carolina a Tennessee

Tras los cristales del albergue llueve. Tras los cristales del coche llueve. En la carretera llueve. Aporta melancolía, pero limpia, borra y ayuda a olvidar. 

Salimos de Ashville para adentrarnos en las Smokey Mountains, uno de los últimos paraísos en los que los indios se siguen sometiendo a la humillación de ponerse las plumas para bailar frente a turistas hambrientos de falsedad que les dan propinas que ellos invierten en emborracharse para olvidar lo que hacen cada día. Aún así las montañas merecen la pena. Hacemos un, corto, alto en el camino para salir bajo la lluvia a sacar alguna foto. La niebla es tan espesa que intento encontrar dónde está situada la pipa de la paz. No tengo éxito en mi búsqueda. Dario pasea por la carretera. Aline y Francesco se aventuran a la espesura del verde.

Aun sin conseguir entender este peculiar mundo entramos en otro que puede que hasta nos desconcierte más, Gatlinburg, también conocido como Dollywood. Algo a medio camino entre parque de atracciones, Las Vegas, chuzolandia y Disneyworld. Amontonado a los lados de la carretera, con olor a laca y una casa construida al revés. 

Antes de que nos demos cuenta ya estamos entrando en Nashville. De lejos la cabeza de Batman de esta peculiar Gotham nos saluda.  

Vamos directos al albergue, dos casas bajas separadas por un jardín con una barbacoa y un camino de baldosas blancas. El ambiente de comuna es muy noventas. Probablemente en alguna esquina quede algún Kurt agazapado escondiéndose de la modernidad. Si los sofás al aire libre no estuvieran mojados invitarían a sentarse a charlar. 

Cenamos y salimos en busca del único open mic que aun coge gente. Al encontrarnos con un bar dentro de un hotel plagado de sombreros de cowboy y botas de cuero altas entendemos que este no es el lugar para la banda italosuiza ni para su bombo.

Bajamos al centro de la ciudad. El meollo lo forman dos calles iluminadas con tanto neón que ahora entiendo por qué a la ciudad la llaman Nashvegas. La música en directo de todos los bares compite en las aceras. Caminar es como cambiar de emisora, cada metro y medio una banda, todas más o menos jugando en la misma línea. 

Vemos el Mississippi por primera vez en este viaje. Es ancho, espeso y oscuro. En mi cabeza acarrea siglos de esclavitud por desembocar en el mar. 

Entramos al HardRock. Como siempre guitarras y trajes cuelgan de las paredes con su peculiar olor a hamburguesa. Me pregunto qué hacen las cosas de Hole tan lejos de su casa. 

Seguimos el paseo y acabamos entrando a un bar donde una banda de rockabilly hace malabarismos sobre el contrabajo. Las ciudades grandes camino al sur empiezan a resultar extrañas. Los carteles de prohibido entrar con armas se multiplican. La gente ya no camina. Y los sueños rotos se palpan entre los que vagabundean instrumento al hombro.

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