jueves, 7 de junio de 2012

día 191 de Mississippi a Louisiana

Despertarse en este remanso atemporal me anima a decidir que, aunque ilegal, quiero continuar con mi viaje. Es temprano, me paseo por el césped, que está húmedo bajo mis pies. Saco fotos. Rasco a un gato que se enreda entre mis pies. Silencio.

Dario sale de la cabaña. Aline y Francesco aparecen. Los cuatro desayunamos al sol mientras nos devoran los mosquitos frente a unas vías de tren que en algún momento, seguro, tuvieron mucha actividad. Me quedaría aquí meses a ordenar mi cabeza, pero el show debe continuar y a las cinco en punto de la tarde, esa hora tan vivida por Lorca, hay que entregar el coche. 

Nos cuesta arrancar. No soy la única que no se quiere ir. Dario y Francesco tocan la guitarra en el porche. Aline les saca fotos. Yo me paseo con la cabeza lejos de mis hombros.

Último tramo de carretera. Nostalgia por la road movie que se acaba. ¿Por qué todo se tiene que acabar? Si pudiera tener un superpoder pediría ser capaz de congelar los instantes para vivir más tiempo dentro de ellos.

A los lados de la carretera el Mississippi se desborda. Pantanos interminables que se antojan plagados de cocodrilos y leyendas.

Entramos en Nueva Orleans directos al French Quartet. Descargamos las maletas a la velocidad del rayo y contando los segundos vuelan a devolver el coche.

Reunificados, salimos a pasear. El alcohol corre por las calles y tengo la sensación de pasear por un puerto de mar cualquiera plagado de guiris inconscientes haciendo uso de su hígado aferrados al anonimato que poseen en un lugar que nunca les recordará.

Cenamos pescado, de nuevo, frito y refrito. Parece que en el sur sólo saben cocinar a golpe de freidora. Algo de cerveza. Música en las calles. Calor. Cansancio. Estrés. 

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