domingo, 17 de junio de 2012

día 194 en el tren Crescent

El tren se escapa de la estación temprano. Su tamaño es minúsculo si lo comparas con el metro de Nueva York. Cuatro vagones de asientos, una cafetería con mesas y bancos, un  restaurante y algún vagón más con camas por los que no podemos pasear. El ambiente es relajado aunque practicamente todo el aforo esté cubierto. 

Después de Nueva Orleans una inmensidad de agua surcada por las vías del tren. A ambos lados familias, parejas, solitarios, amigos y desparejados pescan en pequeños botes. Estáticos, caña en mano, nos dicen adiós desde su silencio. 

Francesco se duerme. Aline trabaja en su iPad. Dario escucha música. Yo cojo el ordenador y me voy a la cafetería con la intención de escribir. 

Un grupo de mujeres juega a las cartas. Una madre y su hijo se miran pero no hablan. Un hombre mayor bebe un café. Dos amigos discuten en un idioma que no localizo. Conozco a John, un canadiense nacionalizado en Atlanta que no se atreve a mirar a los ojos. Es escritor, me cuenta y corre todos los días. Se me pasa el rato volando descubriendo como ve él el país. Divago y me da pena ser consciente de perderme el tren en solitario. Los más de diez mil kilómetros que me esperaban me van a tener que seguir esperando.
Me vuelvo a mi sitio. Al final no he adelantado nada. Aline y Francesco duermen. Dario está distraido con la ventanilla.

El paisaje se mueve y se torna verde, a veces amarillo. Bosque espeso, pequeñas casas de madera. Creo que necesito una temporada de silencio, puede que el campo sea la mejor opción. Pienso en la vuelta y cuando empiezo a notar que la depresión preparto amenaza en mi conciencia me rescata la llamada de la hora de la comida. Sandwiches de jamón y queso y charla sobre guiones sentados en una mesa. 
El tiempo cambia en lo que dura un minuto, caprichoso, con tanta velocidad que a estas alturas de mi vida ya no sé ni medirlo. 
 
Cada vez que el tren para y permiten bajar no desaprovecho la oportunidad de estirar las piernas. Caminando por el andén todos estamos perdidos y acartonados. Cada uno lleva su mundo colgando de los hombros. Me da la sensación de que a todos nos pesa de más.

Dario dibuja en su iPod, me entretengo mirando. La niña pequeña que llevo dentro no puede evitar querer probar, he pintado muchas veces con los dedos pero nunca sin mancharme de pintura. El paraíso naif de la minipantalla es divertido. 

Vamos al vagón restaurante a cenar. Aquí las mesas tienen manteles y jarrones con flores. El pan va acompañado de cuadrados de mantequilla forrados con el dibujo de una india que me recuerda a Tigrilla. Me voy de excursión mental, sueño con ser Peter Pan, volar, reír y luchar contra piratas sobre los mástiles de un barco anclado. No crecer, no afrontar responsabilidades, sólo caminar y soñar. ¿Por qué no podré tener esa vida? ¿Dónde está mi nunca jamás?

Los camareros son amables. Una mujer de moño blanco come sola pero  acompañada de toda su elegancia. Si no fuera porque su plato es el mismo que el nuestro juraría que ella viaja en el Orient Express de hace unas décadas. Refleja tanta paz que me gustaría ser ella, al menos por un viaje, disfrutar de lo que su cabeza habrá aprendido surcando desiertos cargada con baúles.

De nuevo en nuestro asiento. El tren se va apagando. Jugamos a las cuatro en raya. Sólo consigo ganar una vez. Intentamos hacer el crucigrama de la revista del tren, pero no entender la mitad de las definiciones hace difícil poder averiguar las respuestas. Nos rendimos. Es tarde, más aún si contamos que estamos en pie desde las 6 de la mañana.

Fuera hace rato que es de noche. Dentro ya no quedan casi luces. Buenas noches Amtrak. 

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