miércoles, 7 de noviembre de 2012

365 días despúes de coger un avión rumbo Nueva York

Lo relativo del tiempo no deja de resultarme curioso, parece que fue ayer cuando facturé una maleta cargada de esperanzas y sin embargo tengo la sensación de haber visto pasar décadas en este escueto tiempo. Tal vez se deba a la acumulación de cambios que magnifican las aventuras que les acompañan. A lo mejor sólo se debe a que juntar, procesar y digerir situaciones nuevas dilata la realidad hasta volverla infinita. 

Sin duda Nueva York ha sido la encargada de cambiar muchas vidas, la mía no iba a ser menos. La ciudad de los laberintos de líneas rectas, de los encuentros inesperados, de las promesas en servilletas de papel, de las ventanas multiplicables con ansias de tocar el cielo, de los días rotos, de los mundos nuevos, de las mezclas y los mestizajes, de los deseos acariciables, de las ideas por compartir. No creo que nadie sea capaz de vivir una temporada allí sin alterar su persona y sin verse descolocado cuando tiene que volver a pisar la tierra de sus raíces bajo sus píes, acostumbrados a flotar por el aire durante un periodo inmedible.

Carol vive el sueño de princesa que se merecía hace siglos. La sigo echando de menos, y me da cierta envidia no ser yo la que comparte con ella el día a día, pero sé que es feliz en las galicias, y pensar que su sonrisa es ahora permanente vale más que cualquier instante.

Aline ya está de vuelta también en la vieja Europa. Su precioso documental Namaste Saipu sigue girando por festivales, no os lo perdáis, es una delicia. Espero que pronto podamos cruzarnos, en Suiza, en España o en cualquier punto del camino. También la echo mucho de menos pero estoy feliz de ver como el éxito se acumula para llamar a su puerta. 

Antonio y Patricia siguen en Nueva york, sobreviviendo fieles a su puesto de anfitriones para nuevos residentes, con sus sonrisas eternas y sus abrazos cálidos. Patricia dando rienda suelta a sus conocimientos del arte, trabajando para lo que hace unos años parecía un sueño inalcanzable y que ahora acaricia cada día mientras guía visitas entre sus adorados cuadros. Antonio ha publicado el primer libro de lo que espero sea una larga tradición, al final me sorprendo a mi misma leyendo sobre ese gran desconocido mio llamado baloncesto, que ahora gracias a sus ojos y sus letras se convierte en un deporte atractivo del que quiero saber más. Podéis encontrar El partido que cambió la historia en librerías de España y por Internet.

Mi expareja ha abrazado todo lo que decía que no le gustaba: pendientes de perlas, crucifijos de oro, pueblos, gatos y niños. Pasada la ira, y tras un año sin verle la cara, que ya empieza a resultar borrosa, le deseo lo mejor.

Nacho sigue de España a Francia con sus grupos y sus webseries, Katia deleitando de nuevo a París con su presencia, Elly viajando de punta a punta, Elvar moviendo sus fotos antárticas por mil galerías, Garret peleando con sus guiones, Os cruzando el mundo sin miedo y con ganas, Dario y Francesco devolviendo su singular música indie a Lousan... Toda la gente que me crucé a reemprendido caminos, vuelto a surcar antiguas espirales con más fuerza, luchando por conseguir más y más cosas y por superar la experiencia de la gran manzana que a todos nos ha marcado de manera peculiar redirigiendo nuestras vidas.

Sé que a todos os llevo conmigo, compartir ilusiones, sonrisas y miedos me ha hecho más fuerte. Conoceros ha sido grande, muy grande. Sé que nuestros caminos se volverán a cruzar. Como le dije a la ciudad, esto nunca fue un adiós sino un hasta pronto. 

Por mi parte, tras un verano tumbada en el césped del parque viendo anochecer de la mano de un universitario adolescente, y con un millón de dudas en la cabeza entorno a cómo y hacia donde reconstruir mi vida, acabo de volver del London Screenwriter Festival de atreverme, por primera vez, a enfrentarme al síndrome de procrastinación que me acompaña, sacando a la luz del sol, mejor dichoso al gris de la lluvia, a mis personajes y sus aventuras. Es un pequeño paso para el hombre, pero un gigantesco paso para mi cerebro. Empieza a aparecer una pequeña luz al final del túnel y me sorprendo a mi misma viendo a productores interesados en mi escritura. Quien sabe, tal vez dentro de unos años, alguno de los que ahora regaláis vuestro tiempo a leer las aventuras de una hormiga que se paseó por la gran capital del mundo os sentéis a ver una de mis historias y conozcáis a los personajes que hace siglos tengo encerrados en un cajón. 

Gracias a todos los que habéis compartido conmigo este camino.

domingo, 29 de julio de 2012

día 208 en tierra española

Son las siete y media de la mañana en España, aunque para mi sigue siendo la una y media neoyorquina y me queda una noche por recuperar que se ha perdido en el reloj. 

Barajas. Las cosas son tan conocidas que ni si quiera provocan la curiosidad de mirar. Recojo mis maletas. Está todo. Esta vez no me han roto nada, aunque mi sonrisa no es tan grande. Me siento un caracol, empujando un carrito en el que se acumulan meses de vida, recuerdos, sueños y esperanzas por tocar la pared, contar veinte y volver a comenzar otra nueva aventura. 

Al otro lado de la puerta me espera la familia casi al pleno, tienen carteles y aplauden. Me debo de poner roja, cual pimiento morrón, me bloqueo y hasta me paro. Un chico, que arrastra su equipaje como si sacara a un perro díscolo de paseo, me informa que cree que eso es por mi, así que si me consideran especial más me vale seguir caminando. Agradezco su empujón y continúo. Besos y abrazos varios y variados. Reencontrarse con la familia siempre sienta bien.

Madrid se me antoja pequeña, aburrida y provinciana tras la ventanilla del coche camino al barrio. 
Desayunamos juntos, me ponen al día entre risas. Veo que las cosas no han cambiado mucho en mi ausencia y sin embargo todo es diferente.

Siete meses fuera, que me han sabido a siete años, y toda la vida que conocía, que creía mía, ya no existe. Ya no tengo casa a la que ir, ni pareja que me bese a pie de aeropuerto. Pensé que sería más difícil. He de reconocer que cuando entro a mi habitación de adolescente en casa de mi madre y la descubro llena de cajas de mudanza el cuerpo se me aprieta un poco, aunque el alma respira contenta, soy libre, como hacía años que no lo era, mi vida es mía y sólo mía, sin negociaciones, sin aguantar chantajes emocionales, respirando a mi ritmo, mirando donde quiera y lo mejor es que aun me quedan millones de cosas por descubrir de este mundo que ahora puede ser mucho más grande que nunca.

Si... he vuelto!

viernes, 20 de julio de 2012

día 207 adiós sueño americano

Me despierto pensando que tenía que haber hecho esto antes, es la manera perfecta de sacar a un lagarto de tu cabeza. Creo que ahora si puedo empezar a escribir ese manual de instrucciones a repartir el día uno de vida en pareja, bajo el título: "Abrir en el momento this is the end". De regalo con el fascículo el temazo de los Doors para crear ambiente mientras lo lees.

Paseo por Central Park antes de irme de Manhattan. El sol brilla, el reloj no deja de pasar minutos, la ciudad no para y yo me marcho. Otro this is the end en mi vida, aunque este sé y quiero que sea pasajero. Lo dejaremos en un see you city, see you soon.

Metro, salgo en Classon Ave consciente de mi último viaje. Último, la palabra más recurrente para los finales.

Entro en casa. Mike ha venido a decirme adiós. Trina también. Abrazos y despedidas mientras me termino de pegar con las maletas. Aline llega a casa a ayudarme. Fred da vueltas nerviosa. Bajamos a la calle, paseo al banco a anular la cuenta americana, adiós Chasebank. Compramos comida en el coreano y comemos, yo empiezo a estar nerviosa. Decir adiós a Aline es más difícil que decírselo a la ciudad.

El taxi llega puntual. Mi despliegue de maletas entra bien. Abrazo en el portal, acompañado de un hasta pronto. El coche arranca y veo a Aline caminar, voy a echar de menos compartir nuestro a diario.

La sensación que tengo mientras veo las calles de Brooklyn perderse camino al aeropuerto es extraña, un coctel mezclado sin agitar, un millón de recuerdos que se agolpan levantando la mano para contestar. Este capítulo de mi aventura se cierra.

El aeropuerto me espera, está vez si soy yo la que me marcho. Tiste y amontonada casi me olvido de que aun me queda una curiosa aventura por vivir: salir de este país indocumentada. Primera cola, sabiendo que llevo exceso de equipaje, pero con cara de disimule. Mostrador de Iberia. Azafata sonriente, pasaporte por favor. Abro mi carpeta y despliego papeles: el billete de avión, la denuncia de la policía de Memphis, el salvoconducto del consulado de Nueva York y mi mejor sonrisa de nunca he roto un plato. Mientras, la maleta encima de la báscula avisa de sus 15 kilos de más. La azafata no sabe donde meterse. Se va a buscar a un encargado, que a su vez busca a un superior. Una hora y media, cuatro pares de fotocopias, cinco personas preguntándome cosas. Yo de reojo miro la maleta, están todos tan ocupados en decidir si me dejan salir o no de Estados Unidos que nadie se molesta en cobrarme el sobrepeso. Algo positivo tenía que tener esto. Prueba superada. 

Segunda cola. Esta vez es la policía la que me pide la documentación. Se arremolinan de nuevo cuatro encargados, todos armados hasta los dientes. No tienen muy claro que hacer conmigo. Aparece un teniente cargado de estrellitas al pecho. No sé porque pensaba que debía ser más habitual que alguien que entró con visado de estudiante salga gitaneando con salvo conducto. Se ve que no. 
Me sacan aparte. La cola de pasajeros me mira de reojo, creo que todos cruzan los dedos para que yo no me siente en su vuelo. Bateria de preguntas, con sus consistentes respuestas. Las estrillas brillan y no puedo dejar de mirarlas. Me meten en el super radiografiador, un aparato que ve más que los ojos de Superman. Con los brazos en alto y las piernas separadas, como una auténtica delincuente, me siento en pelotas pese a ir vestida. Genial, para colmo llevo tornillos en la cara. Explicar que ese titanio me ayuda a sujetar la mandíbula les suena aun más raro. Me toca volver a posar. Cacheo, registro del equipaje de mano, charla con media policía y por fin, sin aún creérmelo, ya estoy del todo dentro del aeropuerto. Va a ser verdad, me vuelvo a España. 

Me queda un rato, paseo despistada entre las tiendas del duty free, chocolatinas, juguetes, gorras y revistas. Se me escapa alguna lágrima mientras mando los últimos mensajes. Me bebo un café. Respiro hondo y me mentalizo. 

Hasta pronto Nueva York, ha sido todo un regalo descubrirte.

domingo, 15 de julio de 2012

día 206 la última noche, sin cena

Me despierto sorprendentemente serena. Ya está, me marcho, ya volveré. Las neuronas de mi cerebro se han animado a dejar de chapotear en el lodazal. 

Como la cosa arranca, definitiva, de despedidas me cojo un café de vaso de plástico y me voy a poner mi última lavadora. Sé que voy a echar de menos la lavandería. Eso de poner la lavadora sin salir de casa y poder aprovechar el tiempo para hacer otras cosas está muy sobrevalorado.

Empiezo a empaquetar. Todo no me cabe ni de broma. Hago selección y le digo adiós a unas cuantas cosas que pasan a formar parte del rastrillo del portal. De alguna manera es seguir viviendo y viendo está ciudad. Le preparo también una bolsa a Aline, así también me quedaré con ella.

Cada vez que abro una maleta para intentar meter algo, Fred se apunta. Nos pasamos un rato jugando al escondite. Yo la saco y ella en cuanto me despisto se vuelve a meter. Si yo te llevaría de excursión Fred, pero una auténtica Brooklinesa como tú no iba a encajar en Madrid, tendríamos que recorrer varios barrios solo para juntar las nacionalidades que habitamos el apartamento 309.

No termino de ser capaz de jugar al tetris con mis pertenencias, así que dejo las maletas a medio hacer y me fugo a Manhattan. Me bajo en Fulton, en busca del primer Starbucks que pisé con Carol. Esta vez me sabe hasta rico. Camino hasta llegar a la entrada del puente de Brooklyn. Me siento un rato en el parque. Pongo un carrete en la cámara. Hablo con Aline para quedar mañana. 

Cruzo el puente con calma, sabiendo, que de esta temporada, será la última vez que lo haga.
Al pisar tierra firme, al otro lado del East River, me hipnotiza de nuevo la postal que tantas veces había visto en diferido. Qué bonito es Nueva York, creo que ahora lo puedo decir con la boca bien grande.

Busco un hueco donde plantar el trípode, tarea difícil, porque hay más cámaras con personas que milímetros cuadrados. Hago un timelapse de la puesta de sol, que no es más que la excusa para poder llevarme grabado en las pupilas mi último anochecer, ese sol que se pierde entre torres de cristal. Tres horas de serenidad cerebral, mi despedida de esta ciudad viendo como se apaga y enciende. Recojo todo con un aire bucólico. Saco la última foto mental y me voy sin girarme, sin mirar atrás. No quiero perder la sonrisa.

La noche es inesperada y no duermo en casa. Me sienta bien recordar que soy mujer y darme cuenta de lo absurdo del celibato ciego que me había autoimpuesto. La vida es larga y la pecera está llena de pececitos. 

lunes, 2 de julio de 2012

día 205 una noche en el Apollo recordando la Motown

El día se despierta rebelde, calor concentrado bajo un cielo gris opaco. Condensación mental. Prohibido el estres.

Me bajo a la 42 a pasear. Las mesas de Times Square están todas ocupadas. No es que la ciudad no duerma, es que nunca descansa. Respiro su polución para guardar en mis pulmones el olor de esta vida.

De Manhattan a Brooklyn de Brooklyn a Harlem y tiro porque me toca. 

Nos encontramos en la puerta del  Apollo. Allí ya están esperando Aline, Francesco y Dario. Nos sentamos abajo. El tronco de madera que le ha dado suerte a millones de cantantes está ahí, en el lateral izquierdo del escenario, intocable para el público, pero real, como siempre lo imagine. 
Al rato vienen a decirnos que nos hemos equivocado y nuestros asientos son de una planta más arriba. Subimos al encuentro de un escarpado decorado de asientos superpuestos en los que no te atreves a moverte mucho. Pienso si se habrá caído mucha gente llevada por la ceguera del baile. Parece una cuesta de San Francisco. 

Las actuaciones no son lo que eran, hemos pasado al dos mil y esto ahora lo patrocina Coca Cola. Parece más un concurso de talentos de la televisión, pero el espíritu del lugar se hace latente con la música que intercalan en los descansos. Viva Motown Records, aunque me haya perdido ir a Detroit. Lo mejor: poder ir y venir a la barra, beber cervezas dentro de un teatro, reírme con amigos y aplaudir a un sumo gigante, con su tanga negro, haciendo una coreografía con uno de los hits del pequeño Michael y sus cuatro hermanos.

No he visto a James Brown, ni a los Temptation, ni a Diana Ross, ni a los Jackson5, pero sé que me he sentado en ese apretado gallinero que he visto mil veces en diferido. Si cierro los ojos ahora puedo teletransportarme.

Nos vamos a cenar a American Legion. Una gran noche broche para despedir Harlem.

domingo, 1 de julio de 2012

día 204 una sorpresa que me deja muda

Temprano a Times Square, fotomatón al canto y caminito al consulado. En la calle hace calor. La gente empieza a abrir las bocas de incendios. Sí, no es un mito de las películas. Añado a la colección de realidades el ver a la gente peleándose por remojarse en medio de la calle, con un agua a presión que emana del fondo de la isla para alegrar a todos los públicos.

De nuevo en territorio español, viendo Manhattan desde las alturas, hablando con la voz de Javier Bardem y haciendo cola para que me den el papel que todos los personajes de Casablanca ansían. Siguen sin ser amables, aunque esta vez, que traigo todo lo que piden, son un poco más correctos. 
Un rato de espera y vuelvo al mostrador. Me entregan mi salvoconducto, un papel triste con una foto escaneada y un texto encabezado por: "Ella acredita ser y llamarse Raquel". ¿Cómo que acredita? ¡Ella es y se llama!
Me explican que sólo me sirve para ese vuelo en ese día, así que si hay un retraso tengo que empezar los trámites de nuevo. Por un momento me alegra volver a pensar que me puedo quedar como un polizón en esta ciudad de la que no me quiero marchar.

De Manhattan a Brooklyn, toco la pared, por mí y por todos mis compañeros, y a Harlem. Un buen rato entretenido de metro y transbordos. 

Me encuentro con Aline en la salida de la 125 para ir a la superpescadería autoservicio en palangana. Cenaremos en su casa. Indecisas, repasamos todos los peces que nos miran con ojos vidriosos entre el hielo. Al final calamares, langostinos y un pez que no tengo muy claro cómo traducir al castellano.

Me dice que en el parque de Riverside han descubierto un rincón muy bonito que merece la pena que vea antes de marcharme. Yo sigo sus pasos, inocente y curiosa. El Hudson me gusta y esta es la oportunidad perfecta para despedirme de este caudaloso río. Bajamos tranquilas, charlando, hago alguna foto. 

Cuando llegamos al supuesto punto a descubrir, lo que me encuentro es que la sección italosuiza ha montado una barbacoa sorpresa para despedirme. Me deja tan en shock que por primera vez en mi vida me quedo sin palabras. Por un instante me da miedo hasta ponerme a llorar. No me quiero marchar. No tengo ganas de volver a vivir en el tedio de Madrid. Pero sólo me queda disfrutar de todo lo que me llevo conmigo, de haber sonreido tanto entre montañas de ladrillo, que a veces parece que te pueden deborar. 

Disfruto, aunque sabiendo que esto forma parte del final de una etapa. Vuelvo a casa en el metro con un montón de regalos, millones de abrazos y una sonrisa gigante que traspasa mi cara pensando, que con sus altibajos, me encanta vivir la vida que me he construido. Gracias chicos por haber entrado en ella.



día 203 despidiendome de Queens

Me vuelvo a cruzar la ciudad para reencontrarme con Astoria y sus recuerdos. Risas, sueños e ilusiones de dos novatas españolas que se transformaron en newyorkers.

La primera parada es obligatoria. Último paseo por la tienda de segunda mano, digo adiós a los chicos y me llevo un vestido.

Paseo despacio la manzana y media que me separa del Acropolis, el segundo edificio en el que viví y al que llegué hace algo menos de 200 días. El seafood ha montado mesas en la calle aprovechando el calor, la lavandería sigue teniendo lavadoras que giran y el trademarket vuelve a tener todas las coca colas al aire libre, ahora recalentándose.

Entro en el Acropolis. Patricia y Antonio están más felices que nunca. Ella me enseña su anillo de princesa antes de irse a trabajar, él, sonriente, mira de reojo. En un año serán una pareja casada. Me alegro por ellos porque sé que su futuro es infinito. Como macarrones con Antonio entre Nueva Orleans, los Play Off y la vida en el extranjero. 

A pleno calor, con el sol aún bien alto, me despido de mi vida aquí y miro por última vez una historia que se escapa.

Metro hasta el estadio de los Nets con Antonio. No puedo irme de aquí sin haber visitado esa bola del mundo que me esnseña todo lo que me queda por descubrir. Menos aún con la suerte de compañía que llevo. 

La lista de gente que voy a echar de menos crece sin parar.

Vamos a Manhattan a buscar a Patricia. Caminamos sin destino fijo con un calor que nos persigue hasta en la sombra. Pruebo otra experiencia que casi me pierdo, asomarme a un episodio de los Simpson gracias a entrar a la tienda de Apu a tomarme un fresisui, azul, con sabor a Petas Zetas.

Acabamos en el High Line. Las hamacas están animadas, la ciudad parece estar de vacaciones.


sábado, 23 de junio de 2012

día 202 de nostalgias varias

Empiezo el día desayunando enfrente de casa. Dentro de poco ya no existirán los vasos gigantes de plástico. Hace 201 días el café me sabía agua coloreada, ahora hasta lo voy a echar de menos. Lo que tiene acostumbrarse a las cosas.

Me voy a Central Park. El primer fin de semana paseé por aquí con Carol, hoy paseo sola y acordándome de ella. No está Caponata y, aunque lo intento, no puedo comprar la comida en el mismo sitio que aquel día porque hoy está cerrado. Pero me siento en la hierba. Después me tumbo. Me acompaña Paul Auster. Con él revivo el Nueva York que se me escapa. 

Quedo con Aline en el Museo de Historia Natural. Nos tomamos un té verde frío en una terraza. Sé que estos van a ser los momentos que más eche de menos. Carol y Aline son mis dos grandes descubrimientos de Nueva York. Lo mejor es que pueden seguir siéndolo en mil millones de lugares que aún me quedan por compartir. 

Vulevo a Brooklyn. Las maletas me siguen mirando a la espera de que empiece a organizarlas. Me escapo al baño y me regalo media hora de reflexión mientras me hipnotizo con los vapores de amoniaco del tinte.

Ceno con Trina en el coreano de enfrente de casa. Es una chica muy maja, lástima que nos hayamos cruzado en mis últimos días. 

Me siento nostálgica. Cambiar tantas veces de decorado en mi vida me ha regalado amigos en muchos sitios. Es algo que me gusta, me siento afortunada sabiendo que tengo gente en muchos lugares, pero esté donde esté, siempre acabo echando de menos a alguien.

Cada vez cuesta más dormir.

día 201 de paseo por el Bronx

Quedo con Michela y Mattia para comer en el barrio italiano del Bronx. Llego con mil millones de años de retraso porque hoy el metro funciona a su aire, como suele pasar los fines de semana.

El barrio está más vivo de lo que esperaba. Voy en busca de la cafetería en la que me están esperando. El calor hace que la linea del horizonte se ondule como una patata frita de bolsa. Por un instante pienso que sería el momento ideal para que me robaran el DNI, la única documentación que aún me recuerda que me llamo Raquel, y quedarme aquí atrapada, en esta ciudad que siento mía. Pero nadie me para. Nadie me tira del bolso. Qué remedio, tendré que marcharme.

Llego a la cafetería y caminamos distraídos hasta el mercado. Pocos puestos, pero muy bien puestos. Comemos dentro. Tabla de embutidos, berenjenas en forma de lasaña, croqueta gigante de arroz. Me gusta el sitio, la comida y la compañía. Acabamos con unos cafés y unos dulces en una terraza a un par de manzanas.

Amenaza lluvia. De vuelta al metro las barbacoas están desplegadas en todas las aceras. Música, fiesta y familias. Me acuerdo de que yo también tengo una, tengo ganas de verla. 

día 200 de bicentenario

Esta es la cara con la que me despierto después de doscientos días pisando una ciudad que ya tiene fecha de caducidad en mi vida inmediata. Me voy haciendo pequeñita. Pronto me disolveré en el espacio hasta desaparecer en mi recuerdo. Las sensaciones se mezclan hambrientas, fugaces y furtivas.

Me voy a Manhattan, Scoopic en mano, con la intención de venderla en Adorama. El señor de los tirabuzones y yo no nos ponemos de acuerdo en la transacción. Así que sigo mi paseo por la isla cargando con los veintitantos kilos de la maleta de cámara, algo que, con el calor que hace, es como pasear un elefante al hombro. 

Decido ir a comer al vietnamita para despedirme de él. Cuando llego a la puerta está cerrado. Definitivamente no es mi día. Sigo calle abajo y recuerdo el día de la proyección de los cortos del primer curso comiendo en el restaurante del Hummus. 

Vuelo a casa para dejar, bien atado, al elefante y vuelvo al metro. Quedo con Aline en Madison Park, pero mi distracción mental me lleva a esperarla a Madison Square Garden, unas tantas calles más al norte de donde debería estar. Cuando me doy cuenta bajo caminando hasta encontrarme con el Flat Iron. Sentadas en una mesa al aire libre bebemos unas cervezas, animadas, al calor veraniego que nos regala la ciudad. Frente a nosotras una interminable riada de gente que fluye a la espera de conseguir una de las hamburguesas del take away situado en el centro del parque. Francesco se une al extraperlo.

Bajamos a Union Square para encontrarnos con Michela, Mattia y un amigo de Francesco que en dos días también regresa a Europa. La vida sigue, trayendo y llevando gente.

Vamos a comernos un sandwich de pastrami al Katz's, un curioso local empapelado por las fotos de las celebrities que han masticado allí y famoso por el orgasmo que fingió Sally cuando se encontró a Harry. El menú no es variado pero el bocata está muy bueno. A tener en cuenta que lleva tanto relleno que de uno comen dos. Risas, fiambre, patatas, cervezas, castellano, inglés e italiano.

martes, 19 de junio de 2012

día 199 Fred a ti también te voy a echar de menos

Sigue lloviendo. Quería andar, pero hoy es más bien chapotear y si me pongo las botas lo mismo pierdo los pies. Decido quedarme en casa. Organizar pensamientos mientras comparto el día con Fred. Creo que ella también sabe que me marcho porque no se despega de mi lado. Tengo ganas de ver a Berger, mi gato que está de acogida familiar, pero voy a echar de menos a Fred, que ya me he acostumbrado a dormir con ella y sus manías todas las noches. Sería divertido tenerlos a los dos y empezar a fundar mi futuro como loca de los gatos de los Simpson, los pelos desordenados ya los tengo, aunque primero necesitaré tener casa.

No quiero decir adiós y, aunque lo diga con la boca chiquitita, no quiero volver a Madrid. ¿Por qué siempre tengo que acabar haciendo cosas que no quiero hacer?

día 198 descubriendo Israel en Brooklyn

Llueve. El día está gris y tonto, como mi cabeza. Quiero pensar que la ciudad está triste porque me marcho. Me cuesta arrancar. Tendría que empezar a organizar cosas pero me he declarado en huelga. 

Para de llover y el sol se asoma a saludar. Aprovecho para salir a la calle. Tengo ganas de andar. Decido hacer el explorador por el barrio. Camuflada me voy de safari. Miro hacia arriba, ya se me había olvidado qué se sentía levantando la cabeza. Descubro muchos palomares agazapados en azoteas. Me acuerdo de la mafia italiana. Sueño con haber conocido el Nueva York de los setenta, infiltrarme en una banda y apostar fajos de billetes en carreras de caballos dentro de minúsculos locales clandestinos vestida de negro impoluto.

Un par de manzanas y he cambiado de país. Estoy en Israel. Creo que soy la única mujer blanca que se pasea en este instante por estas calles sin llevar peluca. Se multiplican los tirabuzones, los minigorros que aun no entiendo cómo se sujetan, las camisetas de rayas, los pantalones largos, las faldas por debajo de la rodilla, las levitas, los medios tacones, los carteles en hebreo, los niños distraídos que juegan al aire libre ajenos a la vida que les espera. Todos caminan. Solos, acompañados, en parejas, en familia. Muchos hablan a la vez por el móvil. Algún restaurante. Pocas tiendas. Almacenes. Camiones que descargan. Gente en los balcones.  

Un rato más y estoy atravesando Jamaica. Explosión de colores fluorescentes. Culos apretados en mallas. Hombres sentados en sillas en la acera observando el circo pasar. Alguien canta. 
Se empiezan a mezclar con latinos. Mesas de dominó. Transistores sintonizados en emisoras deportivas. Barberías animadas. Perros con cara de enfado.

Me bebo un zumo de naranja. Cambio de dirección y llego a Fort Green. Camino por el parque. El viento sopla fresco y me alborota los rizos. Unos niños juegan a la pelota. Una chica corre con los cascos puestos. Me siento despierta. 

En el camino de vuelta a casa me alegro de vivir mis últimos días en Brooklyn. Sé que la próxima vez que vuelva a empezar otra aventura en está ciudad será aquí. Mi sonrisa se dibuja más grande. Como decía nuestro Elvis: Me voy, pero te juro que mañana volveré.

lunes, 18 de junio de 2012

día 197 entre gatas y birras

Mañana perruna. Bueno, más bien, gatuna. Enchufada al Skype familiar. Fred ronronea. En la calle llueve a ratos. Entra aire por la ventana. Ninguna de las dos salimos de la cama. Subidas en nuestro barco particular made in Ikea, como cada mueble de cada casa del mundo. Ella estira las patas, yo bostezo, ella maulla. Las horas pasan. 

Me escapo a Manhattan. Antes de llegar al metro me cruzo con un chico que chapotea descalzo entre los charcos. Pienso en sus zapatos secos y sonrientes en la estantería de la entrada de su casa.

Paseo por Times Square antes de ir a buscar a Aline a la biblioteca. Subimos hasta la 110 para tomar unas cervezas en un bar que, sin que venga a cuento, tiene una esquina dedicada al merchandising del Barça. Necesitaba unas cervezas y unas risas antiestresantes.

Se unen Francesco y Dario. Íbamos a comer pescado de la tienda que está en la 125, junto a la salida del metro de la linea azul, pero a estas alturas de noche ya está cerrado. Cambiamos de plan y acabamos en una cervecería con carta a lo Oktoberfest. Perfecto para desconectar y reducir la cantidad de neuronas racionales.

domingo, 17 de junio de 2012

día 196 de consulados varios

Llueve y cuando aquí llueve sueñas con tener tu propia canoa para moverte. Los paraguas no son prácticos por el viento y los chubasqueros tampoco por el constante cambio de dirección de las gotas.

Cuando el tema se relaja corro hasta el metro para descubrir, como siempre, que dentro también llueve. Voy cargada de esperanzas, no sé porque. Albergo la absurda idea de que hablar un mismo idioma y compartir una falsa nacionalidad me puede ayudar.

El Consulado se encuentra en el piso treinta del número 150 de la 58 este. Al salir del ascensor te encuentras con un guardia de seguridad que tiene la misma voz que Javier Bardem. Si fuera ciega le habría pedido un autógrafo. Superado el detector de metales estoy dentro. Antes de que me den número, como en la carnicería, me toca explicar dos veces por qué estoy ahí. 

Mientras espero a que me llamen miro por las ventanas. Es una pena que no se puedan sacar fotos, lo mejor de este minúsculo sitio son sus vistas. Desde la planta treinta a estas alturas de Manhattan puedes ver muchas cosas. 

Cuando por fin me llaman a la ventanilla me recuerdan que no estoy aquí en calidad de voyeur. No son demasiado amables, por decir algo simpático con respecto al trato que me dan. Contestan poco y mal a tus dudas. 

Salgo por la puerta despistada. No me pueden hacer pasaporte nuevo porque tardan unos dos meses en tenerlo. Para que me den el salvoconducto tengo que tener un billete de avión impreso. He resuelto poco, por no decir nada. Pagaré cambiar la fecha del vuelo confiando en que me darán los papeles. Creo que mantendré los dedos cruzados porque no me siento capaz de fiarme demasiado de esta gente.

Ayer por la noche le mandé un mensaje a Mike contándole mi nueva situación y mi idea de adelantar el viaje. No le doy un mes de adelanto, sino diez días, así que le pregunté si me podía devolver parte de la fianza. Después de que me robaran y no poder tener acceso al dinero que tengo en mi cuenta española la cosa se me ha complicado un poco.

Al volver a casa encuentro dentro de mi habitación una caja de cartón con un nota pegada de Mike. Dentro unas galletas caseras y un sobre, con el dinero del alquiler de junio. Cómo me gusta que la gente y el mundo me sorprenda. No puedo evitar llorar. La tensión pesa y que alguien demuestre que la gente merece la pena, me hace recordar que, hasta hace unos meses, siempre confié en la raza humana.

día 195 de vuelta a Brooklyn

Me cuesta dormir aunque el tren es mucho más cómodo de lo que esperábamos. Entre asiento y asiento hay mucho espacio, el respaldo se reclina y hay reposa pies. Con todo desplegado tienes algo parecido a una cama en forma de z mal hecha. Pero me cuesta dormir. 
Me he quedado en el asiento de dentro, lo que quiere decir que unas sesenta veces, durante la noche, tengo que saltar por encima de Dario. La primera vez para ir al baño, la segunda para dar un paseo, la tercera para beber agua, la cuarta para tirarme de los pelos, la quinta me parece que tiene cara de frío así que le tapo con la manta que arrastro conmigo desde el avión que me trajo a este lado del charco, la sexta porque me aburro, la septima...

Cuando empieza a amanecer el día me saluda relajado. Vuelvo a saltar y me voy a tomar un café.

Casi todo el tren duerme. Al otro lado del cristal el mundo se sigue moviendo indiferente a que mi cabeza esté desordenada. Era de esperar. Sigo pensando en esa varita mágica, que de niña me prometieron pero que nunca encontré, para poder pararlo todo. 
Tres pueblos más adelante la sección italosuiza va abriendo los ojos.

Aún quedan unas horas de tren pero el viaje ya está acabado. Por la ventanilla cada vez más ciudades y menos sueños. El tren recobra su vida. 

En el anden de Washington conocemos a dos intrépidas mujeres que pasan los setenta y que vienen en tren desde Arizona. Gracias a ellas redescubro que la vida es larga y las cosas pueden seguir siendo posibles. 

Cuando salgo al mundo exterior en Penn Station me saluda una ola de calor húmedo dominguero. Ya estoy de nuevo en Nueva York.

Tomamos una cerveza con Michela antes de disipar los caminos. En este instante hacer un resumen del viaje es difícil, así que nos reímos un rato revolviendo en la memoria. Después de estos intensos diez días sé que esta noche será raro no poder pensar en decirles buenas noches. 

Cuando meto la llave en Classon Ave Fred me está esperando al otro lado de la puerta para recibirme. Dejo la mochila en el suelo y le rasco la barriga ahora que las dos nos hemos vuelto a tumbar en mi cama. 

Entre cansada y triste, deshago la mochila y pongo una lavadora. La aventura se acerca a su fin.


día 194 en el tren Crescent

El tren se escapa de la estación temprano. Su tamaño es minúsculo si lo comparas con el metro de Nueva York. Cuatro vagones de asientos, una cafetería con mesas y bancos, un  restaurante y algún vagón más con camas por los que no podemos pasear. El ambiente es relajado aunque practicamente todo el aforo esté cubierto. 

Después de Nueva Orleans una inmensidad de agua surcada por las vías del tren. A ambos lados familias, parejas, solitarios, amigos y desparejados pescan en pequeños botes. Estáticos, caña en mano, nos dicen adiós desde su silencio. 

Francesco se duerme. Aline trabaja en su iPad. Dario escucha música. Yo cojo el ordenador y me voy a la cafetería con la intención de escribir. 

Un grupo de mujeres juega a las cartas. Una madre y su hijo se miran pero no hablan. Un hombre mayor bebe un café. Dos amigos discuten en un idioma que no localizo. Conozco a John, un canadiense nacionalizado en Atlanta que no se atreve a mirar a los ojos. Es escritor, me cuenta y corre todos los días. Se me pasa el rato volando descubriendo como ve él el país. Divago y me da pena ser consciente de perderme el tren en solitario. Los más de diez mil kilómetros que me esperaban me van a tener que seguir esperando.
Me vuelvo a mi sitio. Al final no he adelantado nada. Aline y Francesco duermen. Dario está distraido con la ventanilla.

El paisaje se mueve y se torna verde, a veces amarillo. Bosque espeso, pequeñas casas de madera. Creo que necesito una temporada de silencio, puede que el campo sea la mejor opción. Pienso en la vuelta y cuando empiezo a notar que la depresión preparto amenaza en mi conciencia me rescata la llamada de la hora de la comida. Sandwiches de jamón y queso y charla sobre guiones sentados en una mesa. 
El tiempo cambia en lo que dura un minuto, caprichoso, con tanta velocidad que a estas alturas de mi vida ya no sé ni medirlo. 
 
Cada vez que el tren para y permiten bajar no desaprovecho la oportunidad de estirar las piernas. Caminando por el andén todos estamos perdidos y acartonados. Cada uno lleva su mundo colgando de los hombros. Me da la sensación de que a todos nos pesa de más.

Dario dibuja en su iPod, me entretengo mirando. La niña pequeña que llevo dentro no puede evitar querer probar, he pintado muchas veces con los dedos pero nunca sin mancharme de pintura. El paraíso naif de la minipantalla es divertido. 

Vamos al vagón restaurante a cenar. Aquí las mesas tienen manteles y jarrones con flores. El pan va acompañado de cuadrados de mantequilla forrados con el dibujo de una india que me recuerda a Tigrilla. Me voy de excursión mental, sueño con ser Peter Pan, volar, reír y luchar contra piratas sobre los mástiles de un barco anclado. No crecer, no afrontar responsabilidades, sólo caminar y soñar. ¿Por qué no podré tener esa vida? ¿Dónde está mi nunca jamás?

Los camareros son amables. Una mujer de moño blanco come sola pero  acompañada de toda su elegancia. Si no fuera porque su plato es el mismo que el nuestro juraría que ella viaja en el Orient Express de hace unas décadas. Refleja tanta paz que me gustaría ser ella, al menos por un viaje, disfrutar de lo que su cabeza habrá aprendido surcando desiertos cargada con baúles.

De nuevo en nuestro asiento. El tren se va apagando. Jugamos a las cuatro en raya. Sólo consigo ganar una vez. Intentamos hacer el crucigrama de la revista del tren, pero no entender la mitad de las definiciones hace difícil poder averiguar las respuestas. Nos rendimos. Es tarde, más aún si contamos que estamos en pie desde las 6 de la mañana.

Fuera hace rato que es de noche. Dentro ya no quedan casi luces. Buenas noches Amtrak. 

lunes, 11 de junio de 2012

día 193 cerrando la mochila

Mañana difícil. Decisión tomada. Me vuelvo a Nueva York para conseguir la documentación pertinente y salir del país. La decisión implica mil millones de cosas que se chocan dentro de mi cabeza. Controlar los nervios que perturban mis neuronas no es fácil.  Me siento derrotada. Se acerca el momento de luchar contra el dragón y no sé si me voy a atrever a mirarlo a la cara. El fuego que escupe me quema desde hace meses.

Aline me acompaña a la estación para comprar otro billete de tren. Por el camino me ayuda a respirar y a sonreír. Poder contar con gente como ella es el mejor regalo que puedo tener. Creo que no he conocido Nueva Orleans en mi mejor momento. Me va a costar recordar esta ciudad con cariño.

Nos juntamos con Francesco y Dario en el French Market y comemos cangrejos de río, extraespeciados, mientras oímos a una banda tocar. 

Paseamos hasta el parque de Louis Armstrong, pero el ambiente es demasiado raro como para que invite a entrar.

Volvemos al silencio del hotel a pasar las horas de más calor. El cansancio está presente en las caras de todos. Hoy cae el telón. Para mí la aventura acaba antes de tiempo. Adiós al viaje en tren por las fronteras de Estados Unidos. Espero que la vida sea larga y le dé por repetir. 

Cuando el sol deja de quemar salimos a la calle. Intentamos ver la catedral pero está cerrada por una boda. Paseamos, sabiendo que es la última vez, hasta una hamburguesería que le han recomendado a Dario. Cenamos a gusto y tranquilos. Después a la habitación, mañana hay que madrugar. 

Hay disputa en el ambiente. Me gustaría poder olvidar mis problemas y entretener mi cabeza con los de otros, pero mi italiano es exageradamente limitado. 

Mañana comienza el principio del regreso del héroe, aún no sé si llevo conmigo ninguna recompensa, pero sí sé que vuelvo siendo otra. Queda por descubrir si eso es mejor o peor.

día 192 entre Cuba y España

Vamos a la estación de tren. Los billetes de vuelta a Nueva York que ellos tenían desaparecieron en el parking de Graceland. El calor aplasta. El sol quema. Intentamos aprovechar el camino para ver cosas. Estoy despistada. Mi cabeza está en España, mi abuelo está regular y no se quiere poner al teléfono.

Les dan unos billetes nuevos. Yo mando la denuncia de la policía de Memphis a Madrid. La humedad hace que respirar sea incómodo. Cogemos un tranvía hasta el Garden District. Comemos en una terraza a la sombra y los fantasmas, disimulados, se escapan un rato.

El paseo entre las casas señoriales con jardín me recuerda a las afueras de La Habana. Me gustaba más la realidad que se palpaba allí. A ratos tengo la sensación de que así será como se reconstruya la isla cuando el capitalismo también se apodere de ella. Verjas, cámaras de seguridad, carteles de vigilancia permanente. Pánico y exaltación de la propiedad privada en un mundo en el que entre el primer y el último escalón no hay nada.

Entramos en un cementerio pequeño. Aquí está prohibido cavar para enterrar, así que todo son mausoleos elevados. Buscamos, como cazadores furtivos, sombras improvisadas. Collares de colores colgando de los árboles, gnomos en algún jardín, luz a raudales, calles anchas y árboles espesos, el general Lee y su bigote presidiendo en las alturas, tranvías cargados de cámaras de fotos.

Mi cabeza discute con mi responsabilidad. Estoy aquí pero sé que estoy en otra parte. Camino sin mirar con los ojos. No sé qué hacer. No estoy muy comunicativa por fuera, estoy ocupada por dentro. Mi anterior vida es una bola que crece y que amenaza con regresar. Ya no sé cómo gira, ni hacia dónde, no sé si me va a arrastrar o a aplastar.

Llegamos al Mississippi, con su pretensión de azul siempre presente. Barcos blancos atracados a su orilla.
Música y espectáculo. Pienso en aquellos viajeros del antiguo mundo que vinieron a llenar de oscuridad a los criollos. Nos topamos con la Plaza de España. Las señales aumentan en dimensión. Creo que el capítulo viaje suena a final. Busco entre los escudos Madrid y respiro junto a él. Siento un escalofrío extraño. Nos sentamos sobre la circular fuente y metemos los pies en el agua rodeados de escudos. Barcelona, Alicante... todo tan familiar y tan distante. Me invade el silencio y giro como una veleta. Me da miedo volver, ya no conozco la vida que me pertenecía.

De camino al hotel paramos a tomar algo en una terraza. Intento sonreír, pero una sensación extraña me rompe por dentro. 

Cenamos en otra terraza, frente a un edificio que anuncia Gotham en una de sus paredes. Comemos cocodrilo. Sabe a pollo seco. Vemos una manada de ciclistas nudistas en medio del calor de la noche mientras el camarero estira toda su pomposidad narrándonos los suculentos manjares que albergan cada uno de los platos del menú.

Clausuramos la noche con un poco de Jazz de Nueva Orleans que anima los huesos.

jueves, 7 de junio de 2012

día 191 de Mississippi a Louisiana

Despertarse en este remanso atemporal me anima a decidir que, aunque ilegal, quiero continuar con mi viaje. Es temprano, me paseo por el césped, que está húmedo bajo mis pies. Saco fotos. Rasco a un gato que se enreda entre mis pies. Silencio.

Dario sale de la cabaña. Aline y Francesco aparecen. Los cuatro desayunamos al sol mientras nos devoran los mosquitos frente a unas vías de tren que en algún momento, seguro, tuvieron mucha actividad. Me quedaría aquí meses a ordenar mi cabeza, pero el show debe continuar y a las cinco en punto de la tarde, esa hora tan vivida por Lorca, hay que entregar el coche. 

Nos cuesta arrancar. No soy la única que no se quiere ir. Dario y Francesco tocan la guitarra en el porche. Aline les saca fotos. Yo me paseo con la cabeza lejos de mis hombros.

Último tramo de carretera. Nostalgia por la road movie que se acaba. ¿Por qué todo se tiene que acabar? Si pudiera tener un superpoder pediría ser capaz de congelar los instantes para vivir más tiempo dentro de ellos.

A los lados de la carretera el Mississippi se desborda. Pantanos interminables que se antojan plagados de cocodrilos y leyendas.

Entramos en Nueva Orleans directos al French Quartet. Descargamos las maletas a la velocidad del rayo y contando los segundos vuelan a devolver el coche.

Reunificados, salimos a pasear. El alcohol corre por las calles y tengo la sensación de pasear por un puerto de mar cualquiera plagado de guiris inconscientes haciendo uso de su hígado aferrados al anonimato que poseen en un lugar que nunca les recordará.

Cenamos pescado, de nuevo, frito y refrito. Parece que en el sur sólo saben cocinar a golpe de freidora. Algo de cerveza. Música en las calles. Calor. Cansancio. Estrés. 

día 190 maldiciendo a Elvis

Nos levantamos temprano. El albergue en el que hemos dormido, que está en la planta de arriba de una iglesia, es muy barato a cambio de que contribuyas con la limpieza. Durante la noche dejan a la entrada una tarjetita con tu nombre y tu tarea. Pensábamos que podía ser más duro, pero nos ha tocado barrer el baño y las escaleras. En un lugar en el que tardo más en encontrar el baño que en barrerlo, escoba en mano, me siento como en casa por un instante.

Al coche. Un par de vueltas y estamos en Graceland. Aparcamos en el parking del recinto que cuesta 10 dólares. Pagamos la entrada y entramos en Disneyworld. Millones de jubilados. Hacemos cola para subirnos a un minibus que nos cruza al otro lado de la calle. En el tiempo que esperamos habríamos podido ir y volver por lo menos cuarenta veces.

Armados con cascos hacemos una visita guiada individual por la casa. El espacio es más pequeño de lo que esperaba, pero sigue siendo tan ostentoso como lo imaginaba. Terciopelos, colores amontonados, muñequitos de peluche, alfombras eternas, lámparas colgantes, mucha luz, mucho verde al otro lado de los cristales. Paseo por los trajes, los discos de oro, los carteles de los conciertos, los coches, los jets. Paseo por la tumba.

Demasiada ingesta de golpe del desequilibrado mito americano. Volvemos al parking, entramos en el coche y faltan dos bolsas. El pánico cunde en todos los sentidos. Buscamos a los vigilantes de seguridad de Graceland. Viene la policía. No entiendo que hayan reventado la cerradura justo en un parking que nos ha costado 10 dólares. Adiós a mi mochila, con las cámaras de fotos, los carretes, la sudadera, mi cuaderno del viaje, el aparato de los dientes, los cargadores, las tarjetas de crédito y el pasaporte. Ahora soy ilegal, sin documentación, sin visa y sin dinero. Gracias Elvis, todo un detalle. La otra bolsa es de Dario. Él también se ha quedado sin pasaporte, sin teléfono, sin libros y sin gafas. Nos han hecho una putada y con más de la mitad de las cosas no pueden hacer nada. 
El policía que viene está acompañado por tres metralletas en el asiento del copiloto. Hace el informe escribiendo los datos en el móvil. Pone pegatinas en un coche de alquiler, que habrá tocado mil millones de manos, para llevarse las huellas dactilares. Yo soy la víctima 1, Dario es la víctima 2. Nos pregunta hasta lo que pesamos y medimos y digo yo, que si lo que quiero es recuperar mi documentación, esos datos tendría que pensarlos de los sospechosos y no de nosotros. 
Estoy nerviosa. Por un momento pienso que esto es otro regalito que me deja mi ex, fanático de Elvis hasta límites enfermizos, aunque sé que su cerebro de mosquito no da para llegar tan lejos. No deja de tener su ironía el asunto. 
Llamo a España para que me anulen las tarjetas. En el rato que tardo lavan el coche y le echan gasolina. ¿Para eso me han robado?

Cambiamos el coche. No podemos seguir el viaje en este Ford. En Budget no preguntan mucho, debe ser más habitual de lo que creíamos por estos lares. 

Visita a la comisaria a por nuestros informes. No podemos entrar porque Dario lleva un cable y no se puede pasar dentro con un cable. ¿Tenemos cara de McGyver? Al final conseguimos recoger los papeles, pasar por una tienda de teléfonos y comer. La alegría de estos días se ha roto un poco. 

Mierda de Elvis, de Graceland y de Memphis decimos desde dentro de la ventanilla del nuevo coche blanco mientras vemos la ciudad hacerse diminuta y desaparecer.
 
La cabeza da millones de vueltas por la carretera, los pensamientos se disparan a mil por hora y la inseguridad que hacía días que había dejado, me vuelve a acompañar un rato. 

Decidimos parar en Clarksdale y el final del día nos devuelve la sonrisa anhelada. Cogemos dos cabañas en un pueblo diminuto al más puro estilo Mississippi, ahora sí, en el estado que lleva su nombre. Antes de hacer nada nos bebemos unas cervezas fresquitas sentados en una mesa de madera. Al lado, una familia se congrega frente al crepitar del fuego de la barbacoa. El sol se esconde perezoso. Vuelvo a respirar. 

La cabaña me transporta a una película del oeste. Me falta una redecilla para salir a buscar oro al río. La paz me devuelve la sonrisa. 

Bajamos al pueblo a cenar y una pizza después estamos en el local de un antiguo trotamundos. Francesco coge las baquetas y se apunta a la jam session. Definitivamente los pueblos son mejores que las ciudades, la gente es más habladora y el cuerpo reencuentra su serenidad.