domingo, 15 de julio de 2012

día 206 la última noche, sin cena

Me despierto sorprendentemente serena. Ya está, me marcho, ya volveré. Las neuronas de mi cerebro se han animado a dejar de chapotear en el lodazal. 

Como la cosa arranca, definitiva, de despedidas me cojo un café de vaso de plástico y me voy a poner mi última lavadora. Sé que voy a echar de menos la lavandería. Eso de poner la lavadora sin salir de casa y poder aprovechar el tiempo para hacer otras cosas está muy sobrevalorado.

Empiezo a empaquetar. Todo no me cabe ni de broma. Hago selección y le digo adiós a unas cuantas cosas que pasan a formar parte del rastrillo del portal. De alguna manera es seguir viviendo y viendo está ciudad. Le preparo también una bolsa a Aline, así también me quedaré con ella.

Cada vez que abro una maleta para intentar meter algo, Fred se apunta. Nos pasamos un rato jugando al escondite. Yo la saco y ella en cuanto me despisto se vuelve a meter. Si yo te llevaría de excursión Fred, pero una auténtica Brooklinesa como tú no iba a encajar en Madrid, tendríamos que recorrer varios barrios solo para juntar las nacionalidades que habitamos el apartamento 309.

No termino de ser capaz de jugar al tetris con mis pertenencias, así que dejo las maletas a medio hacer y me fugo a Manhattan. Me bajo en Fulton, en busca del primer Starbucks que pisé con Carol. Esta vez me sabe hasta rico. Camino hasta llegar a la entrada del puente de Brooklyn. Me siento un rato en el parque. Pongo un carrete en la cámara. Hablo con Aline para quedar mañana. 

Cruzo el puente con calma, sabiendo, que de esta temporada, será la última vez que lo haga.
Al pisar tierra firme, al otro lado del East River, me hipnotiza de nuevo la postal que tantas veces había visto en diferido. Qué bonito es Nueva York, creo que ahora lo puedo decir con la boca bien grande.

Busco un hueco donde plantar el trípode, tarea difícil, porque hay más cámaras con personas que milímetros cuadrados. Hago un timelapse de la puesta de sol, que no es más que la excusa para poder llevarme grabado en las pupilas mi último anochecer, ese sol que se pierde entre torres de cristal. Tres horas de serenidad cerebral, mi despedida de esta ciudad viendo como se apaga y enciende. Recojo todo con un aire bucólico. Saco la última foto mental y me voy sin girarme, sin mirar atrás. No quiero perder la sonrisa.

La noche es inesperada y no duermo en casa. Me sienta bien recordar que soy mujer y darme cuenta de lo absurdo del celibato ciego que me había autoimpuesto. La vida es larga y la pecera está llena de pececitos. 

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