domingo, 27 de mayo de 2012

día 186 los rincones de Virginia

Despertarse y salir al campo le da otra perspectiva al comienzo de un día.

Desayunamos con calma, sentados al sol, respirando verde por todos los poros. La tranquilidad regala nuevas dimensiones. 

Volvemos a la carretera. Nos acercamos a la caseta de pago mientras hacemos cálculos (15 por el coche más 9 por cada pasajero suman un total de...) Francesco disminuye la velocidad. El hombre de dentro, vestido con su uniforme de guardia de Yellowstone, parece estar distraido. Un pequeño empujón al acelerador y... somos prófugos de la justicia. Un peaje que nos hemos ahorrado. Todos celebramos la victoria improvisada. Más dinero para gasolina.

El camino sigue acompañando frondoso. Los camiones son cada vez más grandes. Todos tienen cara, algunos sonríen. Me gustan más que los de Europa. Nos cruzamos con algunos de dos caras. Uno lleva un tanque. Un coche arrastra un barco. Bicicletas, maletas, perros, niños y vacaciones varias. 

Llegamos a Roanoke. El calor aprieta y sueño con desenfundar las chanclas. Comemos y paseamos por las dos calles que forman el centro. Tienen un museo replica en miniatura del Guggenheim de Bilbao, parece que estamos en todas partes. Vamos a ver el mercado de los granjeros, que es otra miniatura, esta vez, de lo que vemos a diario en Union Square. El museo del tren está punto de cerrar.

Conocemos a Barbara, la encargada del mostrador de información turística, una mujer de sonrisa abierta y curiosidad continua que piensa que Francesco y Dario son muy inteligentes por trabajar para Columbia aunque no tiene muy claro qué pensar de nosotras. 
Es la graduación de la Universidad de Virginia toda la zona está reservada. Mil llamadas, siempre precedidas del cortejo habitual de interés por el estado de la familia y la mágica Barbara nos consigue un sitio. 

Preguntamos a un chico tatuado de arriba a abajo por un supermercado y sonriente nos manda a una tienda de comida orgánica y macrobiótica. ¿Será porque llevamos matrícula neoyorquina o porque siempre ha querido recomendar su tienda favorita a unos desconocidos?

De nuevo al coche. Atravesamos Floyd, donde planeamos pasear esta noche y, camino al sitio donde vamos a dormir, nos cruzamos con un Motel de lo más pintoresco. Está mucho más cerca y tiene habitaciones disponibles, la suerte está de nuestro lado. 

Un perro pulgoso nos da la bienvenida. Hay un cartel que anuncia que todo está en venta. Sueño despierta un rato. Me veo viviendo aquí, pañuelo en la cabeza, bebiendo cervezas tras el mostrador del bar de madera, conociendo viejas glorias de la carretera, mirando las Harleys pasar junto a mi perro pulgoso, llevando toallas limpias a las habitaciones. Tranquila, escuchando el silencio, andando descalza, tomando el sol. Me veo como la protagonista de Bagdad Café, con un pintor jubilado en la 5, un pianista sediento de notas en la 8, una mujer en busca de destino en la 11... Suena tan bien que tengo que dejar de soñar para volver a mi vida antes de recuperarla con depresión.   

Volvemos a Floyd, un pueblo con una calle principal que los viernes desborda vida y música. Los lugareños sacan a pasear sus instrumentos, se juntan en grupos en la calle, cantan, suenan, comparten. El bluegrass inunda sus vidas, rompe la monotonía. Todo el mundo tiene dibujada una sonrisa en la cara. Son mucho más guapos que en la ciudad, más tranquilos, más felices. Todos se conocen, se saludan. Hacen las cosas por el placer de hacerlas. Me encanta este lugar. No sé qué hago viviendo en Nueva York. El mundo de las granjas y las espigas parece mucho más saludable para el cerebro.

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