Cambio de planes. Reescribo todo y decido rodar en el parque de Astoria.
Se está convirtiendo en un fetiche, pero me encanta la paz que tiene,
el espacio se comparte apenas con cuatro ardillas, dos perros y un
corredor.
El ambiente residencial suburbano del barrio también me ayuda a contar esta historia que me sirve de terapia.
El
paseo, tranquilo y solitario, será el frío o la hora, me ayuda a
aclarar cosas de la ficción y de la realidad. El parque está desierto
esperándome. Los árboles me saludan moviendo las ramas y una ardilla se
acerca a ver si le cae algo, lo siento amiga, no llevo cacahuetes en el
bolsillo. Lo hago con calma, saco fotos y tomo notas. Tener el East River
enfrente aumenta la humedad y la sensación térmica se dispara. Me
siento como una vieja con los huesos mojados y unos tornillos que me
recuerdan que están ahí.
Cuando ya he respirado suficiente me aventuro a Manhattan. Bajo hasta Chinatown que, como siempre, me regala su particular explosión de luz y color. Las
calles están más llenas que de costumbre, sus habitantes se preparan
para el año nuevo, creo que es la única cosa que los occidentales hacemos antes que los chinos.
Me quedo sin luz. Redirijo mi paseo hasta la 8 y paso por la tienda Lomo a comprar carretes. Carol está rodando con la que se ha confirmado definitivamente como la loca de los gatos de los Simpsons. Me mantiene a la orden del rodaje, sus mensajes no tienen desperdicio, organización, diálogo y comprensión reinan en el set. Hago tiempo para esperarla y volver a casa con ella.
Camino
hasta la 23, me acuerdo que hace tres días que llevo encima un paquete que
tengo que entregar y decido que es el momento ideal. Una llamada de
teléfono y estoy en un penthouse
de la 23, un dúplex con ascensor aunque el edificio sólo tenga cuatro
plantas. Las ventanas a la calle regalan unas vistas curiosas. Conozco a
Scott,
un poeta tejano de unos 60 años, todo un personaje en todos sus
aspectos. Hablamos de política, de arte, de literatura y de cine. A
veces me pierdo porque su inglés es rápido y rico en matices. Me habla
de su nuevo libro que sale a la venta a mediados de febrero. Disfruto de
las dos horas que estoy sentada en el sofá de su salón, me siento un
personaje de pueblo recién llegado a la ciudad dentro de una película de
Woody Allen.
Codearse con intelectuales que llevan más de 30 años en la capital del
mundo aporta una nueva visión a todo. Antes de marcharme me regala dos
tarros de mermelada casera hechos en un monasterio del norte, un
cuaderno mágico y una mandarina para el camino a casa.
La vida no deja de sorprenderme.
El rodaje de Carol se ha anulado.
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